lunes, 16 de agosto de 2010

La democracia y el espacio público

Estalla una bomba en Bogotá y la ciudadanía reacciona involucrándose masivamente en el juego del Whodunit que la bomba propone. ¿Las Farc? ¿Los narcotraficantes? ¿Los paramilitares? ¿Los militares? ¿El mismo Uribe, para advertirnos sobre lo que nos espera en un mundo sin él? Las especulaciones inútiles (llenas de humor o de drama, imaginadas hasta el último detalle o apenas dibujadas) absorben la energía social y política de la ciudadanía, impedida de crecer y desarrollarse en ningún otro espacio. La necia insistencia en resolver el acertijo cumple una función esencial: subrayar la desconfianza en las fuerzas policiales, su incapacidad para mantener la ilusión de seguridad, ilusión sin la cual la vida urbana deja de fluir hacia afuera, y se feudaliza, se repliega, se esconde en los ámbitos de la vida privada. El juego mismo es, por supuesto, la respuesta al misterio: los responsables del ataque son todos los actores involucrados en la contienda, pues a todos conviene la consecuencia más obvia, que es la desertificación del espacio público.

¿Para qué? El cuestionamiento de la representatividad sobre la cual se funda la democracia liberal ha hecho que gane importancia el espacio público como la arena donde se escenifican los intentos de la ciudadanía por participar activamente en la vida de su comunidad (o de su país): la política, ya lo dijo Hannah Arendt, nace en el entre-los-hombres; no forma parte de su esencia sino que "se establece como relación". Pero es fundamental crear los espacios y las ocasiones para que esta relación se establezca. (Tan es así que uno de los gobiernos menos democráticos que ha tenido este país montó ese simulacro de participación ciudadana que eran los consejos comunitarios —en realidad una recreación de los encuentros entre el señor feudal y sus siervos.)

Las marchas son apenas una de las posibilidades: tradicionalmente limitadas a la expresión de la protesta política por parte de grupos organizados pero excluidos del ejercicio del poder (los estudiantes, por ejemplo), las marchas han dejado de ser un pulso entre el Estado y sus opositores para convertirse en formas masivas de expresión del descontento con actores y sucesos diversos de la vida nacional (los secuestradores, por ejemplo). Pero hay muchas otras. De hecho, la simple colonización del espacio público es ya un comienzo de intervención de la ciudadanía en el devenir de su entorno. Crea, para empezar, la conciencia de la responsabilidad del espacio compartido, de su mantenimiento como un lugar limpio, por ejemplo. A partir de esa conciencia, surge naturalmente el interés por tomar parte en las decisiones que modifican dicho espacio: el ejemplo más reciente es el enfrentamiento entre los vecinos y la Ciudadela Comercial Unicentro por la construcción de una torre de oficinas en el lote, pero hay cientos de casos de intervención de la ciudadanía en decisiones que antes se tomaban entre los actores privados y las instancias de control de la ciudad.

La transformación que sufrió Bogotá en ese sentido es notoria, y aunque sin duda fue el resultado de la acción conjunta (aunque no necesariamente mancomunada) de los gobiernos municipales y de la ciudadanía, no ha sido una tarea fácil. Como lo señalaba Carolina Sanín en una columna reciente, esta es una ciudad sitiada por la suspicacia, en la cual el acceso a los espacios públicos está obstaculizado por toda clase de trámites que entorpecen el flujo urbano y enrarecen las relaciones.

No sé si sea más barato enviar un comando a un pueblo para expulsar o matar a sus habitantes, o poner una bomba más o menos inocua en una esquina cualquiera de una gran ciudad. Pero el resultado es el mismo: calles vacías y plazas desiertas, que son el escenario propio del totalitarismo; un escenario en el que los transeúntes son reemplazados por hombres armados que dicen cuidar de la seguridad (de mi seguridad), y que la ofrecen como el bien más escaso en el mundo moderno. Golpes como el de la semana pasada cumplen la función primordial de confirmar la necesidad de esos hombres armados, de sus perros con bozales y de las talanqueras que obligan al paseante a devolverse, a refugiarse en su espacio privado, y sustituyen la frágil pátina de la civilidad por el miedo y sus falsos apaciguamientos.  Solo eso puede nacer del vidrio roto.

viernes, 6 de agosto de 2010

Declaración de principios

"Cero tolerancia con la corrupción, pensar siempre en el servicio a la comunidad, cultivar el pluralismo y dar más de lo que la gente espera del Gobierno": es la declaración de principios del gobierno recién elegido en Colombia.
Suena bien, pero parece difícil de llevar a cabo sin la participación activa de la comunidad, desde siempre acostumbrada a las migajas del poder y relegada al papel de espectadora (de hecho los consejos comunitarios son una maravillosa puesta escena de esta forma de ejercicio del poder). 
Como abrebocas de la discusión, propongo esta entrevista con Julian Assange, de la cual extraigo una primera perla:
A way of nurturing victims is to police perpetrators.