a Jorge Orlando Melo
Respondió un lector a "La trampa mortal" preguntando, entre otras cosas, si es igualmente sesgada "la crítica desde el prejuicio de clase alta o desde el prejuicio de la 'ilustración'". Yo, hija de la ilustración, le contesté sin dudarlo que esta era peor. Ahora ya no estoy tan segura. Pero pienso que mi respuesta se debió al hecho de que en el fondo considero que el prejuicio de clase y el de la ilustración son variedades de lo mismo.
Un prejuicio es una opinión respecto de algo "que se conoce mal", dice el drae. Así que podemos suponer que los estudiosos están libres de prejuicios; que los ilustrados llegan a las conclusiones a las que llegan después de mucho ponderar un asunto, de mucho darle vueltas y mirarlo por todos los lados posibles.
Y a veces sucede así: hay asuntos políticos, como la legalización de la marihuana, respecto de los cuales muchos se pronuncian alegremente (recurriendo, por lo general, a los alegatos insustanciales de los medios de comunicación), mientras que otros han dedicado tiempo y esfuerzo a entender los alcances y las consecuencias de sus posturas.
Pero sucede también que los ilustrados—como los miembros de la clase alta cuando dejan sus enormes camionetas grises parqueadas sobre vías arterias— abusan en ocasiones de su condición y de su reputación para descalificar a quienes no militan en sus filas. Y es en este punto en donde veo el inmenso daño que sus prejuicios pueden causar al sistema democrático.
Vivo en una democracia porque creo firmemente en el valor de la discusión y del disentimiento. Y creo que esa discusión y ese disentimiento nos enriquecen y nos proveen con las herramientas necesarias para tomar decisiones, pero no nos dan permiso para desacatar las reglas del juego. Creo que los ilustrados son capaces en ocasiones de una mayor eficiencia a la hora de las discusiones públicas, pero ello no los hace más capaces a la hora de las decisiones políticas. Y de ninguna manera creo que la clase social o las horas pasadas en el aula son indicadores de la idoneidad de alguien para ser elegido. Ni siquiera son indicadores de su inclinación al bien, o de su disposición ética.
Así que (primero de miles de corolarios posibles) es hora de preguntarse de nuevo qué cualidades exigimos de nuestros gobernantes. Y si realmente tenemos la disposición a acatar las reglas del juego. Por especiales que seamos.