lunes, 20 de septiembre de 2010

En la maleza

Everybody knows that the war is over
Everybody knows the good guys lost.
Leonard Cohen

La reciente campaña presidencial en Colombia que resultó en la elección de Juan Manuel Santos fue en realidad una larga discusión sobre la continuidad de Uribe en el poder: la continuidad física, primero, y después, cuando ya se descartó la posibilidad de una tercera reelección, la continuidad ideológica. Desde esa perspectiva, parecía que no importaba mucho quién fuera el sucesor, mientras fuera un heredero: tan era así que Andrés Felipe Arias fue un contendor serio a pesar de ser la figura política más ridícula del continente desde Dan Quayle y Sarah Palin. Nos pudo la vergüenza, sin embargo, y fue elegido en su lugar Juan Manuel Santos, de quien la oposición y los uribistas, cada quien por su lado pero por las mismas razones, murmuraban en voz baja que sería peor que Uribe.

Tenían razón: a lo largo de los dos meses que lleva en el poder, Santos ha logrado con éxito distanciarse de su antecesor a punta de golpes de estilo, dando pábulo a una  campaña de descrédito contra Uribe que ha sorprendido a todos pero en particular a sus seguidores, para quienes el uribismo no es una tendencia política sino una religión (obligado a hace profesión de fe, el senador Juan Lozano, del partido de la U, nos recordó hace unos días que "sabemos que [el presidente Uribe] obró con patriotismo, que defendió a Colombia, que se puso esa bandera de Colombia en el pecho para servirle a nuestro país").

En cuanto a los detractores... Los detractores expresamos nuestro contento con las buenas nuevas: las buenas nuevas son que la patria ya no está en pie de guerra contra Venezuela; que tampoco hay planes inmediatos de bombardear Ecuador otra vez; que el estamento judicial ya no es el enemigo; que sí hay víctimas de agentes estatales; que sí hubo chuzadas; que la tierra sí cambió de manos... Los detractores estamos tan contentos con la posibilidad de nombrar lo que Uribe había convertido en innombrable, que parece superfluo subrayar lo poco que ha cambiado y que cambiará el gobierno en los años por venir.

Suena insignificante. Casi confirma la acusación que hace poco lanzó María Victoria Uribe en la entrevista en La silla vacía sobre su trabajo imprescindible en el Grupo de Memoria Histórica.  "Este país puede ser muy light", dice en un momento dado. "Este es un país amnésico", asegura más adelante.

No es así. Creo, más bien, que este es un país derrotado, un país vencido que ha sido despojado de su voz. Circula en los medios de comunicación —que han reducido a sus receptores al consumo pasivo de ideas preconcebidas— un simulacro, una usurpación. Pero acaso, ¿Se puede defender y practicar la libertad de expresión allí donde se encuentran amenazadas las libertades individuales? [1]

Se oye también el ruido, un rugido más bien (y esas son las voces que María Victoria Uribe admirablemente recoge y registra), de quienes quieren contar pero no saben cómo ni a quién, de quienes quieren confesar, de quienes quieren, sobre todo, elaborar su duelo. Pero no se puede realmente elaborar el duelo cuando se carece de la libertad de narrar lo sucedido —y, al narrarlo, de dejarlo atrás, de olvidarlo—:

El derecho de decirlo todo, de escribirlo todo, de pensarlo todo, de verlo y de oírlo todo resulta de una exigencia previa, según la cual no existe derecho ni libertad de matar, de atormentar, de maltratar, de oprimir, de forzar, de hacer padecer hambre, de explotar [2].

No es un estado amnésico el que aqueja a este país: no es posible desentenderse del terror que no se puede nombrar. Es más bien un estado anestésico, que nos ayuda a tolerar el dolor de esas heridas íntimas que, infectándose secretamente, son causa de las peores barbaridades [3].

No se trata, sin embargo, de demeritar el legado del presidente Uribe, o de robarle el  mérito de haber cambiado a este país, en esencia a través del nada fácil expediente de silenciar unas cosas y de cambiarle los nombres a otras, de "haber extirpado de cuajo el eterno criterio de la verdad y de la mentira" [4]. La genialidad de Uribe consistió en reemplazar la dignidad perdida en la guerra con la solemnidad y el bombo, sustituir los últimos jirones de discusión —las palabras cansadas, agobiadas— con el impecable maridaje entre las fórmulas sonoras y vacías y el matoneo, y devolverle el brillo a la idea de patria, tan deslustrada, con la fórmula fácil de inventarse un país poblado de hombres buenos (como él), temporalmente invadido de bandidos ("apátridas") que tarde o temprano serán expulsados.

Tiene su gracia leer a Vargas Llosa, otro enamorado de las palabras hueras, refiriéndose a América Latina como un continente en donde reina apaciblemente la diversidad: "L’Amérique latine est une et multiple, et rien ne l’exprime ni ne la définit mieux que la bonne littérature", dice, como si viviera en otro mundo. Como si no supiera que sin la libertad de decirlo todo, una lengua se petrifica y se torna lenguaje estereotipado [5].

Así que por lo pronto el nuevo presidente de Colombia puede estar tranquilo: perdimos la voz en la maleza, y no nos queda la palabra.



NOTAS
[1] Raoul Vaneigem, Nada es sagrado, todo se puede decir. Melusina [sic], 2006. Los subrayados son míos.
[2] Ibíd.
[3] Ibíd.
[4] La cita es de Mi siglo. Confesiones de un intelectual europeo. Aleksander Wat se refiere, por supuesto, al comunismo. Acantilado, 2009.
[5] Vaneigem, op. cit.