lunes, 31 de mayo de 2010

El juego largo

La votación para el Senado en marzo de este año indicó un respaldo franco de los electores a las opciones más tradicionales y de derecha, representadas por el partido de la U, el Partido Liberal, el Partido Conservador, Cambio Radical y el PIN, que lograron casi el 80 % de los votos. En la primera vuelta presidencial, casi el 70 % de los votos se repartieron entre los mismos movimientos, aunque con ligeras variaciones.
La más interesante, sin duda, es la desaparición de los dos partidos tradicionales, el liberal y el conservador, de la lucha por la presidencia: el 36% de la votación en la votación por el Senado se redujo al 10% en las elecciones presidenciales, lo cual significa que no estarán en la mesa de discusiones en las semanas previas a la segunda vuelta. Significa también que el partido de la U es en realidad el usufructuario del Frente Nacional, y de la incapacidad de los partidos tradicionales de convertirse en partidos modernos capaces de un ejercicio democrático de la oposición.

La efervescencia mockusiana fue el resultado del hartazgo de una porción considerable del electorado independiente con la continuidad uribista, que adquirió visos francamente peligrosos con el tercer envite (la primera reelección curiosamente no despertó a los demócratas dormidos). En ese sentido, no resultan sorprendentes los resultados.
Pero también se podría decir que el voto de ayer fue un voto que favorece francamente el discurso guerrerista de Santos (de puertas para adentro y de puertas para afuera) en oposición al discurso civilista de Mockus, y eso obliga a quienes se alinearon con este último a reponerse rápidamente y empezar a pensar en un juego político de largo plazo y no solo en la victoria o la derrota inmediatas.

La experiencia reciente del Polo indica que seguimos crudos en el afianzamiento de un discurso creativo de oposición, y en la estructuración de acciones destinadas a fiscalizar y controlar a quienes están en el gobierno. El 7,5% de la votación por el Polo Democrático Alternativo en las elecciones parlamentarias fue un voto de castigo por su pobre desempeño en la alcaldía y por su incapacidad para consolidarse como un partido maduro y no como una colección de personalidades de izquierda. Los votos que Petro sacó en la elección presidencial son votos por Petro, que premian su labor en el Senado en los últimos años y su desempeño en los debates; lo confirma la votación por Vargas Lleras, que también sobresalió en los debates.

No veo clara una alianza entre el Polo y el Partido Verde, que tienen divergencias serias en casi todos los frentes de trabajo. Pero sí sería conveniente discutir una plataforma común de acción para los próximos cuatro años, que empiece a despejar los males que aquejan el ejercicio político en Colombia hoy: la polarización, el unanimismo, la impunidad, la inequidad. En palabras de Claudia López, "La agenda de cambio no puede naufragar".
Es el momento de demostrar que ni el Polo ni el Partido Verde son movimientos espurios y oportunistas, y que sus seguidores están en capacidad de hacer una trabajo de largo plazo en favor de la democracia colombiana.

¿Por qué Mockus?

Carlos Valencia comenta
Carvalen1@gmail.com
He recibido muchos comentarios por apoyar a Mockus en Facebook. Realmente pensé que a nadie le importaba, pero veo que hay interés y que mi posición genera opiniones. Y veo también muchos grupos formándose. Unos a favor, otros en contra de Mockus, y casi todos con una creciente agresividad en sus comentarios.
Quiero entregar este pequeño análisis exponiendo las razones de mi proceder. Pero antes tratar de entender las posiciones un de los distintos tipos de comentaristas:

Voy a poner en un primer grupo a los “pragmáticos”. Casi siempre sus comentarios son del tipo “sí, Mockus es una buena persona, pero el país no está preparado para él”. Consideran que el idealismo lo descalifica para manejar el país porque asumen que defender tantas causas positivas es más bien una ilusión inalcanzable. Muchos argumentos del tipo “¿y usted si piensa que un tipo así de decente puede con este país de cafres y hampones? No, hombre, sea realista, esto no se arregla con girasoles. Imagínese a Mockus con este congreso, pobrecito”. A ellos les pido un poco de fe.

Hay un segundo grupo, de Mockusistas furibundos, que argumentan que esto no puede seguir así, que hay que cambiar inmediatamente, que el país va para el abismo de los corruptos, paramilitares, asesinos  y narcotraficantes. Este particular grupo descalifica los últimos ocho años de gestión de Uribe y apoya a Mockus, porque lo ve como la única salvación de una Colombia perdida éticamente. A ellos les pido más tolerancia y comprensión. No olviden la historia de Colombia.

El tercer grupo que me encuentro es el de los Furibistas. Es un grupo tan irracional como el anterior, que descalifica cualquier posición que no implique abnegada admiración a Uribe. Para ellos, quienes critican o debaten las actuaciones de Uribe son apátridas, terroristas, o peor, Chavistas! Los Furibistas dudan inclusive un poco de Santos, pero como no hay tercer mandato se resignan a la opción. A los furibistas les pido que piensen en la inclusión y la pluralidad, que Colombia es de todos.

También me encuentro personas con dudas, a quienes les gusta Mockus pero desconfían de su estilo poco ortodoxo y de sus extravagancias. Consideran que Mockus puede ser un buen gobernante y no saben qué hacer. A ellos les pido decisión, Colombia la necesita.


Yo me tomé la molestia de estudiar los programas de Santos y de Mockus, de analizar la trayectoria de cada uno, y decidí apoyar a Mockus. Considero que el país debe mirar hacia delante y que los colombianos tenemos la responsabilidad, y en esta oportunidad el beneficio, de escoger entre dos buenos candidatos con opciones de llegar a la presidencia,  y cuya elección, cualquiera que sea, es positiva para Colombia. Ambas propuestas son atractivas y sólidas.

Difieren un poco en temas fiscales, donde Mockus me genera más confianza por su ortodoxia académica y su propuesta de buscar un superávit fiscal. Durante la alcaldía de Bogotá demostró un excelente manejo fiscal. Veo a Santos también sólido, e igualmente ortodoxo, pero más dispuesto a usar el gasto público para aplacar las demandas de quienes lo apoyan. Santos mantendría beneficios de impuestos para algunos sectores que no los necesitan, en momentos que tenemos un déficit fiscal grande y en detrimento de sectores generadores de empleo. Por otra parte, Santos hizo un buen trabajo como ministro de Hacienda.

En términos de seguridad, no hay mayores diferencias programáticas, aunque la campaña de Santos tome distancia de Mockus apoyándose en la buena gestión del gobierno de Uribe. Santos fue el ministro estrella de Uribe en el tema de seguridad, aunque con algunos desaciertos en sus actuaciones: los falsos positivos, la corrupción en las fuerzas armadas, el espionaje desde las instituciones de seguridad a personajes públicos y de la rama judicial. La Operación Jaque de liberación de secuestrados fue muy positiva y nos llenó de orgullo y tranquilidad a los Colombianos. El ataque al campamento de Raúl Reyes,  es una operación que tenía que hacerse. No debe ser, como declaró Santos, motivo de orgullo, sino una tarea penosa que había que hacer y que no debe repetirse.

La seguridad democrática es el legado de mayor importancia del presidente Uribe. La seguridad democrática tiene que seguir siendo una política de estado. Pero que no quede duda de que no es sostenible sin seguridad legal. Nuestras instituciones son la base para que los colombianos podamos mirar al futuro. Sin seguridad legal, de la seguridad democrática no quedarán sino atropellos y patente de corso para nuevos grupos ilegales. Mockus es abanderado de la legalidad, mientras percibo a Santos más cercano al atajo y a justificar los medios para lograr el fin.

En cuanto a las relaciones con Chávez, ambos son conciliadores. Pero la realidad es que Chávez será una amenaza para cualquier gobierno de Colombia; Chávez solo acepta ser aliado de quien lo apoye sin discusiones, y no veo a Santos ni a Mockus haciéndolo. Además, Chávez siempre querrá hacer de Colombia su enemigo, sin considerar al gobernante de turno. Eso no lo cambiaran Santos ni Mockus.

En educación y salud tienen coincidencias, aunque Mockus tiene experiencia en educación. En la salud me genera más confianza Mockus, porque siendo un tema fiscal, creo que será más cuidadoso en el uso de los recursos. Santos, por otra parte, tiene mejores probabilidades de pasar rápidamente por el congreso una reforma a la salud. En las relaciones laborales también veo a Mockus más sólido respecto a los impuestos parafiscales, y a Santos más populista.

El manejo político es donde hay mayores diferencias y donde se crea más polémica.  Mockus tendrá un congreso enemigo de su mandato. Pero francamente el congreso actual es enemigo de todos los colombianos. No solo de Mockus.

Es por el manejo político que me inclino por Mockus; su declaración de principios no deja lugar a duda (las tomo del website del Partido Verde):

1.    Rechazo a cualquier tipo de violencia y a cualquier complicidad con grupos al margen de la ley y con funcionarios o ciudadanos corruptos

2.    Respeto a la vida

3.    Manejo transparente y eficiente de los recursos públicos como recursos sagrados

4.    Incorporación, en las decisiones públicas y privadas, de la previsión y manejo de las   consecuencias ambientales

5.    Primacía del interés general sobre el interés particular

6.    Respeto y defensa de la Constitución Política

7.    Reconocimiento y valoración de las diferencias y la pluralidad

8.    Coherencia entre fines y métodos, no al “todo vale”

9.    Construir sobre lo construido

Mockus tendrá dificultades en sus relaciones con la clase política tradicional, que puede tratar de impedir la ejecución de su plan de gobierno. Pero, ¿quien de nosotros puede argumentar que no adhiere a cualquiera de estos principios? ¿Qué argumentos puede realmente usar para desecharlos? ¿Quien, distinto de los corruptos, los terroristas y los delincuentes puede decir con honestidad que esta lista de principios está equivocada?

Si los colombianos le damos a Mockus un mandato de acción, empezaremos a cambiar las costumbres políticas. ¿Lo lograremos? Es posible. Si los colombianos seguimos cohonestando las actuales costumbres políticas, podemos estar seguros que nunca tendremos el gran país que queremos.

A todos los seguidores y contradictores de Mockus y de Santos, mencionados al principio, les pido solamente que voten por el futuro, no por miedo, ignorancia o intolerancia. Necesitamos un mejor país.

Cristina Vélez replica
Sobre esta campaña tengo varios comentarios:

   1. No hay nada más peligroso para la democracia que el fanatismo. Venga de dónde venga. Me da angustia que los mockusianos a ultranza se descalabren o porque no gane Mockus o porque gane y la embarre, porque como todos los presidentes en algún momento va a hacerlo. También me da angustia los furibistas convertidos en santistas que no pueden explicar por qué van a votar por Santos sin decir Uribe o Chávez. Hay que votar con información y evitar los impulsos del corazón.
   2. El otro día me dijeron que no debería votar por Mockus porque es neoliberal. Mi respuesta fue: voy a votar por Mockus precisamente porque es neoliberal. Como bien lo mencionas, los supuestos económicos de los dos son muy parecidos con la diferencia de que a Santos poco le importará implementar algo que sabe que no es lo mejor si le cuesta políticamente. Uribe ya lo hizo. Dejó de tomar decisiones poco populares pero con lógica económica que nos dejan grandes adefesios como un sistema de salud a punto de quebrarse.
   3. El tema de Chávez es la gran cortina de humo de estas elecciones (más que las confesiones sobre si fumaron mariguana o no o que la llegada de J.J. Rendón). Sin embargo, mi reflexión al respecto es que nada que le sirva más a Chávez que tener a su archienemigo (Santos) de vecino. La autodefinición por oposición ha sido la principal herramienta del venezolano y cómo se va a divertir en Aló Presidente hablando de Santos.
   4. Ese cuento de que los que votan por Mockus son jóvenes e ingenuos me tiene verde. Aún más verde.  Habrá muchos jóvenes e ingenuos que apoyan a Mockus, como los hay en la campaña de Santos. Sin embargo, me parece una visión miope y simplista. Basta no más con mirar las cuentas de Twitter de Santos y Mockus y comparar seguidores. No sólo número sino calidad.




Margarita Valencia replica

Sobre la creciente agresividad: obedece en parte a la proximidad de las elecciones, y en parte a las dificultades de una sociedad tan golpeada y tan escindida para resolver sus diferencias sin recurrir a la violencia. La práctica política en el país nos ha enseñado que las opiniones de otros a veces ponen en peligro nuestras vidas, así que es difícil abordarlas con ecuanimidad. Parte de la tarea pendiente es el difícil aprendizaje del ejercicio de la democracia.

Sobre la postura de los pragmáticos: no es fe lo que necesitan sino el valor de admitir que algunos cambios son necesarios—y es indispensable tomar medidas no necesariamente gratas para lograrlos—, y que otros cambios no son necesarios, y hay que resistir el impulso de empezar siempre de cero.

Habría que añadir que no deja de ser interesante que "idealista" sea un adjetivo que descalifique a los políticos: uno pensaría que un ideal (cualquier tipo de ideal) es una condición imprescindible para el ejercicio de la política.

El idealismo y el entusiasmo no son categorías opuestas a la información (Cristina): de hecho, se complementan. Hay que votar porque se tiene un ideal de país, y se sabe que uno u otro de los candidatos tiene posibilidades de encaminar el país en esa dirección. Tampoco son categorías opuestas en el caso de los políticos, que son los que verdaderamente adolecen de falta de información: hay que estar informado, y hay que exigir una gran dosis de información.

Y eso nos lleva a la discusión sobre la necesidad de una cierta dosis de pragmatismo en política, indispensable para poner en práctica las ideas. La política, al fin y al cabo, es un ejercicio de razonamientos, concesiones, acuerdos... Las ideas inconmovibles (que los intelectuales y los artistas pueden y deben defender) no son convenientes para los políticos y suelen ser germen de guerras.

Pero la carrera política de Mockus demuestra que es perfectamente capaz de conjugar sus principios con la necesidad de avanzar, y además que tiene un envidiable sentido de lo práctico (los mimos, por ejemplo). En el caso de Santos, el tema de los falsos positivos demuestra muy poco sentido práctico.

Sobre la corrupción: la elección de Mockus no va a hacer desaparecer la corrupción mágicamente. El problema de la corrupción debe ser asumido como un problema ciudadano, no como un issue político. No como un problema de otros sino como un problema personal.

Sobre el bombardeo al Ecuador: no creo que tuviera que hacerse de esa manera: la vía diplomática hubiera funcionado mejor.

Sobre Chávez: como bien señala usted, a Chávez no podemos cambiarlo. Pero si hubiéramos podido evitar la política de confrontación asumida por el gobierno colombiano. Chávez es un buscapleitos y Uribe también. Se necesita una política exterior más zen si se quiere, más resistencia pasiva y menos pecho sacado. Una política exterior que piense qué es lo mejor para Colombia (un comercio dinámico y fuerte con sus vecinos) y no qué es lo mejor para nuestra imagen (ese embeleco del facilismo político que no quiere decir nada).

Sobre su afirmación: "El congreso actual es enemigo de todos los colombianos". Algunos congresistas ciertamente son censurables, o francamente delincuentes: hemos avanzado en el camino de desenmascararlos, aunque también hemos avanzado en el camino de la desvergüenza. Pero el Congreso actual es un engranaje indispensable para el manejo de la política, y en él hay políticos evidentemente dispuestos a enfrentar un cambio en las reglas políticas, y capaces de lograrlo.

Consenso y oligarquía electoral en Colombia

Ti Noel comprendió pronto que, aunque insistiera durante años, jamás tendría el menor acceso a las funciones y ritos del clan. Se le había dado a entender claramente que no le bastaba ser ganso para creerse que todos los gansos fueran iguales. Ningún ganso conocido había cantado ni bailado el día de sus bodas. Nadie, de los vivos, lo había visto nacer. Se presentaba, sin el menor expediente de limpieza de sangre, ante cuatro generaciones en palmas. En suma, era un  meteco.
El reino de este mundo
Alejo Carpentier



En mayo de 1863 los convencionistas de Rionegro, convocados el año anterior por decreto de Tomás Cipriano de Mosquera, aprobaron la constitución más federalista de cuantas se hayan redactado en el país; esta determinó que a partir de ese momento el país pasaría a ser los Estados Unidos de Colombia, y estableció, “en nombre y por autorización del pueblo”, la inviolabilidad de la vida humana; la libertad absoluta de imprenta y de circulación de impresos nacionales y extranjeros; la libertad de pensamiento, expresión y enseñanza; el sufragio universal, y la libertad de trabajo, industria y comercio; y la libertad de culto, siempre que no se atentara contra la soberanía nacional o se turbara la paz. En suma: una constitución para ángeles, remoquete que se le adjudica a Víctor Hugo pero que seguramente se originó en el Discurso de Angostura, pronunciado por Simón Bolívar ante el Congreso del mismo nombre el 15 de febrero de 1819. En él, Bolívar advirtió que “La libertad indefinida, la democracia absoluta, son los escollos a donde han ido a estrellarse todas las esperanzas republicanas”, conclusión inevitable de su argumento en contra de un sistema federal. “¡Ángeles, no hombres pueden únicamente existir libres, tranquilos y dichosos, ejerciendo todos la potestad soberana!”(1) El tema estaba a la orden del día: en 1835 Alexis de Tocqueville subrayó en La democracia en América que si bien él mismo no podía concebir una nación sin una fuerte centralización gubernamental, no podía dejar de notar que “la centralización administrativa tiende a disminuir constantemente el espíritu cívico en el pueblo... puede por tanto contribuir admirablemente a la grandeza pasajera de un hombre, pero no a la prosperidad duradera de un pueblo” (2).

La aversión de Bolívar a la democracia absoluta no debe sorprender a nadie: el Libertador no era un revolucionario social, y el movimiento de independencia que lideró tampoco lo era. Habría que recordar que la mayoría de los movimientos independentistas hispanoamericanos “comenzaron como la rebelión de una minoría contra una minoría aun más pequeña, de criollos (españoles nacidos en América) contra peninsulares (españoles nacidos en España). [...] El objetivo de los revolucionarios era el autogobierno para los criollos, no necesariamente para los indios, los negros o las personas de raza mixta” que constituían un ochenta por ciento de la población (3).

La encrucijada política en la que se encontraron los criollos a comienzos del siglo 19 era de una inmensa complejidad: el cariz mismo del conflicto, precedido por el fracaso de la insurrección de los comuneros en 1781 —plenamente caracterizada por el grito de ¡Viva el Rey! ¡Abajo el mal gobierno!— había convertido la monarquía en una opción impensable. Pero la transición hacia una democracia plena también era impensable para la clase dirigente:

Nuestros débiles conciudadanos tendrán que enrobustecer su espíritu mucho antes que logren digerir el saludable nutritivo de la libertad. Entumidos sus miembros por las cadenas, debilitada su vista en las sombras de las mazmorras, y aniquilados por las pestilencias serviles, ¿serán capaces de marchar con pasos firmes hacia el augusto Templo de la Libertad? ¿Serán capaces de admirar de cerca sus espléndidos rayos y respirar sin opresión el éter puro que allí reina? (4)


Alegando que la gente debía ser protegida de sí misma, y que los sistemas de gobierno debían adaptarse a “nuestras costumbres” (en contraposición con las costumbres de los estadounidenses), Bolívar defendió a capa y espada la adopción de una democracia no liberal, que en esencia dejaba establecida la inmensa desconfianza en el pueblo que ha prevalecido desde entonces en la democracia colombiana y que no hizo otra cosa que perpetuar el estado de infancia política en el cual habíamos sido mantenidos durante el dominio español. Los legisladores optaron por reemplazar una minoría por otra minoría —una que no contaba con el respaldo del Imperio— y prolongaron el sistema español de gobierno a través del dominio de quienes se percibían a sí mismos como miembros de una aristocracia (5) —una monarquía sin un monarca—, creyendo asegurar de esa manera la cohesión de una sociedad cuya innegable heterogeneidad era percibida como una amenaza, como la causa de su inestabilidad: “se disuelve con la menor alteración”.

Si la Conquista arrasó con el sentido de dignidad y pertenencia de los pobladores americanos originales, la Independencia no consideró la posibilidad de la restitución. Ni la abolición de la esclavitud ni las condiciones de vida de los indios fueron temas prioritarios: en 1816 se proclamó la liberación de los esclavos en Venezuela, pero con la condición de que se unieran a las fuerzas republicanas. “La reacción fue negativa. [...] El Libertador creía que ‘los esclavos habían perdido hasta el deseo de ser libres’” (6). La insistencia por parte de Bolívar en una legislación que tomara en cuenta nuestras costumbres no cobijó el sistema de posesión comunitaria de la tierra por parte de los indígenas, y su abolición por parte del nuevo gobierno condujo más temprano que tarde al despojo total.

El abandono de la posibilidad de construir una nación desde la suma de sus partes se refleja en la construcción a lo largo del siglo 19 de la narración del mestizaje americano, con la cual se emparejaba a las masas y se impedía la individuación indispensable para la puesta en práctica de los derechos fundamentales de libertad e igualdad, componente esencial de las ideas políticas de la Ilustración que habían animado los movimientos independentistas. El camino escogido se basaba inevitablemente en la identidad lingüística y cultural impuesta por el opresor. Prevaleció la idea romántica de pueblo americano—una masa indistinta que puede ser cualquier cosa—, a la que se sumó la adoración también romántica de la personalidad, a partir de la cual se podría configurar una nueva aristocracia formada por los patriotas criollos, que muy a la manera de los nobles franceses, se consideraban “miembros de una casta dominante y separada [de la nación]” (7), doblemente validados por su defensa de las ideas de libertad e igualdad.

Un nuevo paradigma no genera una nueva visión del mundo y una revolución política no cambia las mentalidades: la Revolución Francesa estuvo marcada por la violencia, producto de “dos intereses irreconciliables: la creación de un Estado poderoso y la creación de una comunidad de ciudadanos libres” (8). Tendría que pasar casi un siglo antes de que se consolidara la República. En el caso inglés, la guerra civil del 17 permitió el fortalecimiento del Parlamento a expensas del rey (9) y facilitó la transición hacia un liberalismo constitucional que desembocó en democracia. Pero lo opuesto no sucede: la democracia no genera necesariamente un liberalismo constitucional. La coincidencia histórica en su surgimiento ha hecho que se piense en la una y en el otro como si fuesen dos entidades indisolublemente ligadas. Pero no es así: proliferan las democracias no liberales, asociadas con la centralización de la autoridad.

En Colombia, esta centralización de la autoridad es la consecuencia natural de las decisiones políticas tomadas a lo largo del siglo 19. El sistema que acabó imponiéndose —y que sigue vigente hasta hoy— es una oligarquía electoral, el gobierno de los muchos por unos pocos que buscan su legitimidad en las urnas. Esos pocos —no avalados por la sangre o por la tradición—adoptaron una legislación y unas instituciones que han ido modificando a medida que se van haciendo evidentes las complejidades propias de un sistema político que defiende pero no practica la libertad o la igualdad o la separación de poderes. Una reforma tras otra, tras otra, nos han enseñado que la ley y las instituciones que crea se acomodan al capricho del gobierno de turno y que son ajenas a la soberanía popular. Caricaturesca o no, esta descripción subraya la causa de la inestabilidad propia de las democracias que no surgen de un consenso. La inestabilidad permanente (y la violencia que esta genera) ha sido encubierta con un simulacro, con un discurso que no describe la realidad sino que pretende reemplazarla.

En el caso del presidente Álvaro Uribe, gran parte de su éxito se debe sin duda a su capacidad de narrar coherentemente la situación colombiana en un momento en que el desmoronamiento de la izquierda dejó al descubierto un conflicto de tales magnitudes y con tantísimos actores que a la mayoría de los colombianos les resultaba imposible nombrarlo. Habiendo escogido bien a su enemigo —las FAR, como las llama él—, su gobierno procedió a combatirlo con suficiente éxito como para permitir que muchos —abrumados por el deterioro de la situación— volvieran a pensar en la posibilidad de una solución a corto plazo. Amparados por la claridad de quienes saben sin lugar a dudas que la lucha es entre un “ellos” y un “nosotros” claros y definidos, se adoptó de nuevo la vacía y desgastada retórica de la independencia —que la izquierda abonó generosamente— y se admitió tácitamente que el ejercicio de la democracia consiste en apoyar a uno de los bandos y arrasar al otro.

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Carlos Menem se posesionó como presidente de Argentina en 1989 y en 1994 promovió una reforma constitucional que le permitió ocupar de nuevo el cargo hasta 1999. Otro tanto hizo el peruano Alberto Fujimori, quien se convirtió en presidente de su país en 1990, en 1993 promovió una reforma constitucional que le permitió ser reelegido en 1995 y en 1996 promulgó la Ley de Interpretación Auténtica de la Constitución, en la que se facultaba a sí mismo para presentarse por tercera vez a la presidencia. Por su parte, Hugo Chávez fue elegido presidente de Venezuela en 1998, asumió el poder en 1999 y convocó un referendo constituyente en abril de ese año para redactar una nueva constitución que fue ratificada en un segundo referendo en diciembre de ese mismo año; en 2000 se convocó a elecciones, de acuerdo con lo establecido en la nueva Constitución, y Chávez fue elegido presidente para un nuevo periodo de seis años (2001- 2007); en 2006 fue reelegido una vez más; en febrero de 2009 se realizó otro referendo que permite la reelección inmediata de cualquier cargo de elección popular de manera continua o indefinida. Álvaro Uribe fue elegido presidente de Colombia en la primera vuelta en 2002, y reelegido —merced a una reforma constitucional promovida y aprobada en 2005— en 2006 con una votación mayor de la que obtuvo en 2002. Evo Morales, presidente de Bolivia desde enero de 2006, logró que el 9 de abril de 2009 el Congreso aprobara una nueva ley electoral que le permitirá ser reelegido en 2010. Con variaciones más o menos imaginativas, Daniel Ortega en Nicaragua y los Kirchner en Argentina también han ideado maneras de continuar en el poder más allá de lo permitido por sus constituciones.

La evidencia abrumadora indica que ninguno de estos países (o ninguno de estos líderes) elude las elecciones abiertas y multipartidistas, condición mínima para ser un país democrático. La evidencia abrumadora indica, también, que la democracia crece en América Latina a pesar de su reconocida fragilidad, de los lapsos y recaídas que cuestionan constantemente la vocación continental —cuestionamientos que, es el momento de decirlo, solían excluir a Colombia: sigue siendo un lugar común hablar de la estabilidad política y económica del país, un lugar común que, como todos los lugares comunes, tiene algo de cierto y mucho de falso.

Es cierto que a lo largo del siglo 20 en Colombia ha habido una insistencia loable en las elecciones, y es cierto que desde 1958 un gobierno ha sucedido a otro sin mayores tropiezos. Pero no es cierto que esas dos verdades juntas permitan cantar las loas de la democracia colombiana, cuya continuidad sirvió durante muchos años para desviar la atención del creciente horror de una guerra civil que no solo ha persistido sino que ha ido ganando fuerza desde comienzos de siglo.

La narración histórica nacional dice una cosa: habla de ciclos que aparentemente empiezan y acaban (La Guerra de los Mil Días, La Violencia, el Frente Nacional) y que alimentan una idea de progreso (una etapa seguida de otra superior). Otra cosa dice la que parecería ser una ristra interminable que puede empezar en cualquier parte: masacre de las bananeras (1927); asesinato de Jorge Eliécer Gaitán (1948); afianzamiento de la guerrilla liberal (1949 a 1953); desmovilización y posterior asesinato de Guadalupe Salcedo (1957); fundación del Eln (1962); surgimiento de las Farc (1966); surgimiento del M-19 (1970); afianzamiento del narcotráfico (década de 1970); afianzamiento de la Doctrina de Seguridad Nacional en el continente (década de 1970); asesinato de José Raquel Mercado (1976); surgimiento de la Triple A (1977); surgimiento del MAS (1981); toma del Palacio de Justicia e inicio del genocidio de la Unión Patriótica (1985).

La lista dista mucho de ser exhaustiva pero da cuenta de la coexistencia de diversas violencias que se superponen y que son producto y causa de una organización social que fomenta los comportamientos no democráticos y que es el resultado de la persistencia de la guerra civil en el país, asunto que los gobiernos popularmente elegidos suelen eludir, temiendo que al admitirlo y mencionarlo la legitimidad del Estado quede en entredicho. De allí la preferencia por el término “conflicto”, con una más vaga y benigna acepción de “problema, cuestión, materia de discusión”, de “apuro, situación desgraciada y de difícil salida”.

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La guerra civil, por supuesto, es mucho más que la escisión del Estado; es una ruptura de la sociedad, “una fragmentación de lo que parecía o pretendía ser una comunidad de intereses” (10). Esa comunidad de intereses apunta al único contrapeso posible de la violencia como fuerza integradora: el consenso, que sería la virtud que habría que resaltar en una democracia si se quisiera superar el mínimo común denominador.

El consenso debe ser el resultado de la aceptación consciente de las reglas del juego por parte de todos los miembros de la comunidad (la negación de la ley, por ende, es la negación a formar parte de la comunidad (11)), y su existencia implica que todos los miembros de la comunidad son individuos libres que están en condiciones de tomar una decisión y de someterse a ella. Implica también el derecho a cuestionar su decisión cuando lo consideren pertinente, si bien dentro de las reglas del juego: eso quiere decir que el apoyo de los ciudadanos no es un apoyo incondicional, tan confiable como el tipo de obediencia que se obtendría mediante el ejercicio de la violencia. El consenso es la esencia de un gobierno representativo en el cual el pueblo ejerce su soberanía sobre aquellos que lo gobiernan. Y es lo que diferencia una democracia liberal de una que no lo es:

La democracia liberal es un sistema político caracterizado no solo por un sistema electoral libre y justo sino también por el gobierno de la ley, por la separación de los poderes y por la protección de las libertades básicas de expresión, de reunión, de religión y de propiedad. De hecho este último paquete de libertades—que se podría agrupar bajo la denominación de liberalismo constitucional—es teóricamente diferente e históricamente distinto de la democracia (12).

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La distinción entre democracia y democracia liberal funciona muy bien en el aula, pero en la vida real hace agua. Todo parece indicar que América Latina se inclina a favor de los hombres fuertes y en contra de la democracia plena, y quizás los electores tienen razón: la apuesta en favor de un sistema político tan exigente en una sociedad desmoralizada desde sus inicios supondría un esfuerzo de construcción que a lo mejor no seamos capaces de llevar a cabo. En las condiciones de agotamiento moral en las que se encuentran tantas sociedades latinoamericanas, casi resulta irresistible la convicción de alguien que parezca saber lo que hay que hacer y que esté dispuesto a asumir personalmente la responsabilidad por nuestro futuro, responsabilidad que nosotros no podemos o no queremos asumir.

De no ser así, tendríamos que empezar a pensar en serio en la construcción de la democracia —una tarea lenta, frustrante, e invisible, que exige de todos y cada uno de los ciudadanos que lo sean todo el tiempo, que se comprometan sin excusas (las tenemos a granel al alcance de la mano) con el esfuerzo de lograr un consenso y respetarlo. Y a partir de ahí, empezar a construir una nación, tarea que seguimos teniendo pendiente.


Notas


(1) La constitución radical de Rionegro fue reemplazada por la más conservadora de 1886, que de manera diciente restableció el nombre de Dios como fuente de toda la autoridad y que rigió—con infinidad de enmiendas—hasta 1991.

(2) Alexis de Tocqueville, Democracy in America, Chicago: The University of Chicago Press, 2002 (I, I, 5).

(3) John Lynch, América Latina, entre colonia y nación. Barcelona: Editorial Crítica, 2001, pág. 118.

(4) Discurso de Angostura.

(5) En el Discurso de Angostura Bolívar propuso la creación de un Senado hereditario que funcionaría así: “Estos Senadores serán elegidos la primera vez por el Congreso. Los sucesores al Senado llaman la primera atención del gobierno, que debería educarlos en un Colegio especialmente destinado para instruir aquellos tutores, legisladores futuros de la patria. Aprenderían las artes, las ciencias y las letras que adornan el espíritu de un hombre público; desde su infancia ellos sabrían a qué carrera la providencia los destinaba, y desde muy tiernos elevarían su alma a la dignidad que los espera.

“De ningún modo sería una violación de la igualdad política la creación de un Senado hereditario; no es una nobleza la que pretendo establecer porque, como ha dicho un célebre republicano, sería destruir a la vez la igualdad y la libertad. Es un oficio para el cual se deben preparar los candidatos, y es un oficio que exige mucho saber, y los medios proporcionados para adquirir su instrucción. Todo no se debe dejar al acaso y a la ventura de las elecciones: el pueblo se engaña más fácilmente que la naturaleza perfeccionada por el arte.” [El subrayado es mío]

(6) Lynch, pág. 234.

(7) Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Imperialismo 2. Madrid: Alianza Editorial, 1981, pág. 258.

(8) Simon Schama, Citizens. Nueva York: Vintage Books, 1990, pág 15. “La ficción de la Revolución consistió en imaginar que se podía servir al uno y a la otra sin mutuo desmedro, y su historia es, en suma, la realización de esa imposibilidad.”

(9) Barrington Moore, Jr., Social Origins of Dictatorship and Democracy. Boston: Beacon Press, 1967, pág. 29.

(10) Jorge Giraldo Ramírez, “Elementos para un concepto contemporáneo de guerra civil”, en http://indh.pnud.org.co, mayo 20 de 2009.

(11) Hannah Arendt, On Violence. Nueva York: Harcourt, Brace and World, Inc., 1970, p.. 97

(12) Fareed Zakaria, “The Rise of Illiberal Democracy, Foreign Affairs, http://www.fareedzakaria.com/ARTICLES/other/democracy.html, November, 1997.