lunes, 20 de septiembre de 2010

En la maleza

Everybody knows that the war is over
Everybody knows the good guys lost.
Leonard Cohen

La reciente campaña presidencial en Colombia que resultó en la elección de Juan Manuel Santos fue en realidad una larga discusión sobre la continuidad de Uribe en el poder: la continuidad física, primero, y después, cuando ya se descartó la posibilidad de una tercera reelección, la continuidad ideológica. Desde esa perspectiva, parecía que no importaba mucho quién fuera el sucesor, mientras fuera un heredero: tan era así que Andrés Felipe Arias fue un contendor serio a pesar de ser la figura política más ridícula del continente desde Dan Quayle y Sarah Palin. Nos pudo la vergüenza, sin embargo, y fue elegido en su lugar Juan Manuel Santos, de quien la oposición y los uribistas, cada quien por su lado pero por las mismas razones, murmuraban en voz baja que sería peor que Uribe.

Tenían razón: a lo largo de los dos meses que lleva en el poder, Santos ha logrado con éxito distanciarse de su antecesor a punta de golpes de estilo, dando pábulo a una  campaña de descrédito contra Uribe que ha sorprendido a todos pero en particular a sus seguidores, para quienes el uribismo no es una tendencia política sino una religión (obligado a hace profesión de fe, el senador Juan Lozano, del partido de la U, nos recordó hace unos días que "sabemos que [el presidente Uribe] obró con patriotismo, que defendió a Colombia, que se puso esa bandera de Colombia en el pecho para servirle a nuestro país").

En cuanto a los detractores... Los detractores expresamos nuestro contento con las buenas nuevas: las buenas nuevas son que la patria ya no está en pie de guerra contra Venezuela; que tampoco hay planes inmediatos de bombardear Ecuador otra vez; que el estamento judicial ya no es el enemigo; que sí hay víctimas de agentes estatales; que sí hubo chuzadas; que la tierra sí cambió de manos... Los detractores estamos tan contentos con la posibilidad de nombrar lo que Uribe había convertido en innombrable, que parece superfluo subrayar lo poco que ha cambiado y que cambiará el gobierno en los años por venir.

Suena insignificante. Casi confirma la acusación que hace poco lanzó María Victoria Uribe en la entrevista en La silla vacía sobre su trabajo imprescindible en el Grupo de Memoria Histórica.  "Este país puede ser muy light", dice en un momento dado. "Este es un país amnésico", asegura más adelante.

No es así. Creo, más bien, que este es un país derrotado, un país vencido que ha sido despojado de su voz. Circula en los medios de comunicación —que han reducido a sus receptores al consumo pasivo de ideas preconcebidas— un simulacro, una usurpación. Pero acaso, ¿Se puede defender y practicar la libertad de expresión allí donde se encuentran amenazadas las libertades individuales? [1]

Se oye también el ruido, un rugido más bien (y esas son las voces que María Victoria Uribe admirablemente recoge y registra), de quienes quieren contar pero no saben cómo ni a quién, de quienes quieren confesar, de quienes quieren, sobre todo, elaborar su duelo. Pero no se puede realmente elaborar el duelo cuando se carece de la libertad de narrar lo sucedido —y, al narrarlo, de dejarlo atrás, de olvidarlo—:

El derecho de decirlo todo, de escribirlo todo, de pensarlo todo, de verlo y de oírlo todo resulta de una exigencia previa, según la cual no existe derecho ni libertad de matar, de atormentar, de maltratar, de oprimir, de forzar, de hacer padecer hambre, de explotar [2].

No es un estado amnésico el que aqueja a este país: no es posible desentenderse del terror que no se puede nombrar. Es más bien un estado anestésico, que nos ayuda a tolerar el dolor de esas heridas íntimas que, infectándose secretamente, son causa de las peores barbaridades [3].

No se trata, sin embargo, de demeritar el legado del presidente Uribe, o de robarle el  mérito de haber cambiado a este país, en esencia a través del nada fácil expediente de silenciar unas cosas y de cambiarle los nombres a otras, de "haber extirpado de cuajo el eterno criterio de la verdad y de la mentira" [4]. La genialidad de Uribe consistió en reemplazar la dignidad perdida en la guerra con la solemnidad y el bombo, sustituir los últimos jirones de discusión —las palabras cansadas, agobiadas— con el impecable maridaje entre las fórmulas sonoras y vacías y el matoneo, y devolverle el brillo a la idea de patria, tan deslustrada, con la fórmula fácil de inventarse un país poblado de hombres buenos (como él), temporalmente invadido de bandidos ("apátridas") que tarde o temprano serán expulsados.

Tiene su gracia leer a Vargas Llosa, otro enamorado de las palabras hueras, refiriéndose a América Latina como un continente en donde reina apaciblemente la diversidad: "L’Amérique latine est une et multiple, et rien ne l’exprime ni ne la définit mieux que la bonne littérature", dice, como si viviera en otro mundo. Como si no supiera que sin la libertad de decirlo todo, una lengua se petrifica y se torna lenguaje estereotipado [5].

Así que por lo pronto el nuevo presidente de Colombia puede estar tranquilo: perdimos la voz en la maleza, y no nos queda la palabra.



NOTAS
[1] Raoul Vaneigem, Nada es sagrado, todo se puede decir. Melusina [sic], 2006. Los subrayados son míos.
[2] Ibíd.
[3] Ibíd.
[4] La cita es de Mi siglo. Confesiones de un intelectual europeo. Aleksander Wat se refiere, por supuesto, al comunismo. Acantilado, 2009.
[5] Vaneigem, op. cit.

lunes, 16 de agosto de 2010

La democracia y el espacio público

Estalla una bomba en Bogotá y la ciudadanía reacciona involucrándose masivamente en el juego del Whodunit que la bomba propone. ¿Las Farc? ¿Los narcotraficantes? ¿Los paramilitares? ¿Los militares? ¿El mismo Uribe, para advertirnos sobre lo que nos espera en un mundo sin él? Las especulaciones inútiles (llenas de humor o de drama, imaginadas hasta el último detalle o apenas dibujadas) absorben la energía social y política de la ciudadanía, impedida de crecer y desarrollarse en ningún otro espacio. La necia insistencia en resolver el acertijo cumple una función esencial: subrayar la desconfianza en las fuerzas policiales, su incapacidad para mantener la ilusión de seguridad, ilusión sin la cual la vida urbana deja de fluir hacia afuera, y se feudaliza, se repliega, se esconde en los ámbitos de la vida privada. El juego mismo es, por supuesto, la respuesta al misterio: los responsables del ataque son todos los actores involucrados en la contienda, pues a todos conviene la consecuencia más obvia, que es la desertificación del espacio público.

¿Para qué? El cuestionamiento de la representatividad sobre la cual se funda la democracia liberal ha hecho que gane importancia el espacio público como la arena donde se escenifican los intentos de la ciudadanía por participar activamente en la vida de su comunidad (o de su país): la política, ya lo dijo Hannah Arendt, nace en el entre-los-hombres; no forma parte de su esencia sino que "se establece como relación". Pero es fundamental crear los espacios y las ocasiones para que esta relación se establezca. (Tan es así que uno de los gobiernos menos democráticos que ha tenido este país montó ese simulacro de participación ciudadana que eran los consejos comunitarios —en realidad una recreación de los encuentros entre el señor feudal y sus siervos.)

Las marchas son apenas una de las posibilidades: tradicionalmente limitadas a la expresión de la protesta política por parte de grupos organizados pero excluidos del ejercicio del poder (los estudiantes, por ejemplo), las marchas han dejado de ser un pulso entre el Estado y sus opositores para convertirse en formas masivas de expresión del descontento con actores y sucesos diversos de la vida nacional (los secuestradores, por ejemplo). Pero hay muchas otras. De hecho, la simple colonización del espacio público es ya un comienzo de intervención de la ciudadanía en el devenir de su entorno. Crea, para empezar, la conciencia de la responsabilidad del espacio compartido, de su mantenimiento como un lugar limpio, por ejemplo. A partir de esa conciencia, surge naturalmente el interés por tomar parte en las decisiones que modifican dicho espacio: el ejemplo más reciente es el enfrentamiento entre los vecinos y la Ciudadela Comercial Unicentro por la construcción de una torre de oficinas en el lote, pero hay cientos de casos de intervención de la ciudadanía en decisiones que antes se tomaban entre los actores privados y las instancias de control de la ciudad.

La transformación que sufrió Bogotá en ese sentido es notoria, y aunque sin duda fue el resultado de la acción conjunta (aunque no necesariamente mancomunada) de los gobiernos municipales y de la ciudadanía, no ha sido una tarea fácil. Como lo señalaba Carolina Sanín en una columna reciente, esta es una ciudad sitiada por la suspicacia, en la cual el acceso a los espacios públicos está obstaculizado por toda clase de trámites que entorpecen el flujo urbano y enrarecen las relaciones.

No sé si sea más barato enviar un comando a un pueblo para expulsar o matar a sus habitantes, o poner una bomba más o menos inocua en una esquina cualquiera de una gran ciudad. Pero el resultado es el mismo: calles vacías y plazas desiertas, que son el escenario propio del totalitarismo; un escenario en el que los transeúntes son reemplazados por hombres armados que dicen cuidar de la seguridad (de mi seguridad), y que la ofrecen como el bien más escaso en el mundo moderno. Golpes como el de la semana pasada cumplen la función primordial de confirmar la necesidad de esos hombres armados, de sus perros con bozales y de las talanqueras que obligan al paseante a devolverse, a refugiarse en su espacio privado, y sustituyen la frágil pátina de la civilidad por el miedo y sus falsos apaciguamientos.  Solo eso puede nacer del vidrio roto.

viernes, 6 de agosto de 2010

Declaración de principios

"Cero tolerancia con la corrupción, pensar siempre en el servicio a la comunidad, cultivar el pluralismo y dar más de lo que la gente espera del Gobierno": es la declaración de principios del gobierno recién elegido en Colombia.
Suena bien, pero parece difícil de llevar a cabo sin la participación activa de la comunidad, desde siempre acostumbrada a las migajas del poder y relegada al papel de espectadora (de hecho los consejos comunitarios son una maravillosa puesta escena de esta forma de ejercicio del poder). 
Como abrebocas de la discusión, propongo esta entrevista con Julian Assange, de la cual extraigo una primera perla:
A way of nurturing victims is to police perpetrators.

martes, 20 de julio de 2010

Desfile del 20 de julio

Colombia celebró el bicentenario con un imponente desfile militar. Un desfile pavoroso, que nos obliga a enfrentar la realidad de la guerra que cotidianamente bregamos por dejar a un lado. Una guerra en la cual los miembros de este ejército que marcha con aires triunfales le ponen la mano a los ciudadanos injusta e impunemente.




Después del desfile militar, conciertos por todo el país: el ministerio de Cultura montará tinglados en Quibdó y en el resto del país, oiremos a Juanes (ellos en vivo, nosotros por televisión), y al otro día todo seguirá igual, aunque un poco más sucio (y la cultura seguirá siendo el recuerdo de un barco fantasma que remonta el Amazonas).

jueves, 8 de julio de 2010

El ansiado regreso de la hipocresía

Hubo quienes creímos que el nombramiento de María Ángela Holguín al frente de la cancillería colombiana nos iba a proporcionar un cierto alivio, al menos en ese frente: el permanente enervamiento de las relaciones con el gobierno venezolano, producto de la insaciable necesidad de confrontación de los presidentes de aquí y de allá, entusiasma a los machos de ambos lados de la frontera, los que solo se sienten vivos cuando los espolean, pero preocupa a la mansa mayoría. Finalmente, lo único que de verdad justifica la insistencia en la ficción de la identidad nacional y las fronteras patrias es la ilusión de poder vivir en paz con los vecinos. Y esa ilusión se sostiene, como lo sabe cualquiera que haya tenido vecinos, gracias a la hipocresía que debe regir todas las relaciones para que estas funcionen amablemente y sin tropiezos.

De eso precisamente se trata la diplomacia, que recurre a fórmulas, acuerdos y gestos que reemplazan el lomo erizado y los colmillos descubiertos. Pero al presidente Uribe no le parece bien así, y declaró ayer que la diplomacia colombiana "no debe regresar a las apariencias hipócritas", y que "lo que se necesita es una solución de fondo". Bermúdez apoya desde Brasil: si a Uribe no le gustan las apariencias, a su canciller no le gusta la retórica, el otro puntal de la diplomacia (definición wikipédica de retórica: técnica de expresarse de manera adecuada para persuadir al destinatario).

Las declaraciones de Uribe, que de pasada explican a posteriori el manejo errático y agresivo de las relaciones internacionales en los últimos años, son aterradoras, sobre todo a la luz de la consistencia exhibida por el presidente a lo largo de estos años. La consistencia, por supuesto, no es una garantía moral; y el empeño de insistir en una idea hasta sus últimas consecuencias puede ser increíblemente destructivo. Pero explica sin duda la fascinación que Uribe ejerce sobre sus seguidores: nada resulta más atractivo que un líder que no duda, que no se equivoca nunca, que jamás se debata en medio de ambigüedades. Y es que el presidente Uribe es genuinamente unidimensional: lo hemos oído blandiendo sus principios como armas contra los que disienten de fronteras para adentro, lo hemos visto señalar con el dedo acusador a los que no juzga dignos de pertenecer a su patria, a los malos. De fronteras para afuera, su obsesión plana genera, como ya lo hemos visto, el desmoronamiento de las relaciones económicas, perturbaciones y enfrentamientos, incrementos en el gasto militar.

El presidente electo opinó que sería conveniente que Chávez asistiera a su posesión, y algunos creemos que también sería sano volver a la vieja práctica de las apariencias y de la retórica. Pero el presidente Uribe ha dejado bien claro que él sigue siendo el dueño del micrófono y que no tolerará disidencias en su sucedáneo. Ya veremos hasta cuándo.

miércoles, 23 de junio de 2010

El exilio anunciado de la jueza

"A muchos les resulta horrible la idea de regresar. 
El gobierno de Kyrgyzstan 
debería decirnos que volvamos, 
que nos van a ayudar,  
 que estaremos a salvo. 
¡Pero no lo hace!"
Ursanoy Mamadaliyeva , refugiada uzbeka 
[NYT, junio 22 de 2010]


La jueza María Stella Jara salió ayer del país por amenazas.
No han pasado dos semanas desde la condena del coronel Plazas Vega por los desaparecidos del Palacio de Justicia, y la jueza ya debe empezar a cumplir su propia condena, posiblemente de por vida. ¡Y después dicen que la justicia en Colombia no es expedita!

Bastó el dedo señalador del presidente Uribe para que inmediatamente se tomaran las medidas necesarias. En este caso las amenazas fueron suficientes, según informa El Tiempo en su columna de breves (podría haber sido el asesinato a manos del Carnicero, por ejemplo, responsable del atentado contra la jueza Libreros y del asesinato del fiscal Martínez, según informa El Tiempo en la misma columna de breves).

¿Y quiénes fueron los encargados de las amenazas? No se sabrá nunca. Puede ser que en unos años se le endilgue el tema al Alemán, ex Auc que la Procuraduría ha declarado psicópata y mentiroso (más breves de El Tiempo). O a cualquier otro con un alias sugestivo o francamente gracioso. Pero no se sabrá nunca. No es tan fácil relacionar el exilio de la jueza con las declaraciones contundentes del Ministro de Defensa condenando a los tinterillos que socavan la moral de las fuerzas armadas.

El presidente Uribe se habrá levantado contento esta mañana, pensando que su patria soñada, llena de patriotas de buena fe, está un poquito más cerca. 
A otros nos asalta la duda: quizás llegue el día en que nosotros tampoco llenemos los requisitos para la ciudadanía en este nuevo país.

En 2008 ya se contaban cuatro millones de desplazados: cuatro millones de colombianos expulsados de su vida, de sus afectos, de su lengua materna, de la vecindad de la escuela donde cursaron la primaria, de la plaza donde conocieron a su primer amor.  Ayer se sumó a ellos la jueza María Stella Jara, informa la columna de breves de El Tiempo sin trompetas, sin podio, sin plana mayor. A pesar de la discreción, esperamos que la moral de las Fuerzas Armadas esté hoy un poco más alta. La nuestra, sin duda, no lo está.

lunes, 21 de junio de 2010

Nuestra boca es nuestra mejor arma

El 27 de febrero, faltando un poco más de tres meses para las elecciones presidenciales, la Corte Constitucional colombiana declaró inexequible en su totalidad, por violaciones sustanciales a la Constitución, la convocación de un referendo para la segunda reelección de Álvaro Uribe (en octubre de 2005 se había reformado la Constitución para permitir su primera reelección). En términos prácticos, eso supuso que fue el presidente en ejercicio quien decidió en qué términos se daría la campaña para la presidencia en 2010; supuso también que el presidente se otorgó a sí mismo, como premio de consolación por su derrota, el derecho de intervenir activamente en la campaña durante los tres meses que dejó libres para que otros candidatos pugnaran por la posición que él ocupa.
Y sin embargo, a pesar del estrecho margen de maniobra, hubo una campaña en la que se plantearon propuestas divergentes, se colonizaron nuevos espacios para la política, y se oxigenó el discurso político, abiertamente monopolizado en los últimos ocho años por el presidente Uribe, quien, en su empeño por arrasar con las Farc, impuso una retórica de guerra que giraba en torno a la patria, a la derrota del enemigo y a la urgencia bélica, que no dejaba espacio alguno para la argumentación.
El discurso de la victoria de Juan Manuel Santos, de corte francamente militarista, y con el aperitivo de los bailes folclóricos y los disfraces regionales, no parece anunciar muchos cambios. Y no hay asomo de una reflexión en torno a sus propias acciones al frente del Ministerio de Defensa (la utilización del símbolo de la Cruz Roja durante el operativo de rescate de Ingrid Betancourt, o el asesinato de civiles indefensos para sumar los cadáveres a las cuentas alegres de la lucha contra el terrorismo, o el bombardeo del Ecuador). Habló, sí, del recurso a la diplomacia en el manejo de las relaciones con los vecinos, pero habrá que ver si esta diplomacia se limita (como sucede con el presidente Uribe) a dar o pedir explicaciones por las vías diplomáticas en relación con los insultos de matón en la tribuna a los que tanto Chávez como Uribe son tan propensos y que les dan tan buenos resultados en el corto plazo.

Pero esta campaña y estas elecciones demuestran que el país sí ha cambiado (en parte, por supuesto, gracias a las acciones de Uribe). En su columna del 19 de junio Esteban Carlos Mejía afirmó que "las diferencias entre Juan Manuel Santos y Antanas Mockus "son apenas adjetivas, secundarias, individualistas". El mismo Mockus pareció confirmarlo al recurrir, entre otras, a la grosera metáfora de los huevitos, o al expresar su acuerdo con las bases militares. No obstante, tres millones y medio de personas prefirieron votar por el abanderado de la ley y de la defensa de la vida, y quizás el mérito de esos votos sí le corresponda a Uribe. Porque su gran logro, creo yo, fue desactivar la mucha o poca legitimidad amasada por la guerrilla a lo largo de décadas de enfrentamientos con el Estado en nombre de los desprotegidos. No es tolerable hoy defender el ejercicio de la violencia como forma de combatir la profunda desigualdad que caracteriza esta sociedad.
A partir de ese punto deberá empezar a gobernar Juan Manuel Santos, cuyo parte de victoria contra el terrorismo lo obliga necesariamente a ocuparse de los serios problemas que enfrenta hoy el país: los ideólogos del Partido Verde hablan en primer término del problema de la tierra, pero también de la sostenibilidad fiscal y del sistema de salud, entre otros (http://elespectador.com/columna-209565-fragil-unidad-nacional-de-santos). El Polo subraya el hecho de que "nuestro sistema económico profundiza la inequidad y no genera trabajo productivo", del acceso a la educación, del fortalecimiento de la justicia.

Nueve millones de votos no son una patente de corso: son la expresión de la esperanza de que el partido de la U está en capacidad de cumplir la segunda parte de sus promesas. Para que eso sea posible, deberá necesariamente recurrir al "intercambio de argumentos libre de presiones" que propone Mockus. Cualquier otra cosa sería la admisión definitiva de la incapacidad de superar la guerra. Y en ese caso, todas las palabras sobran.

jueves, 17 de junio de 2010

Pan y pedazo

Tiene razón el presidente Uribe (aunque habrá que hacer caso omiso del tono chillón y desapacible, y de su imparable participación en la campaña política en curso): es oportunista el anuncio de César Gaviria, presidente del Partido Liberal hasta hace unos meses, de que votará por Santos, y desafortunada su aclaración de que espera que el candidato "rectifique algunas de las políticas del presidente Uribe".
Si la suya es una adscripción personal al candidato, al margen de las tendencias partidistas de uno y otro, no había ninguna necesidad de hacerla pública. Si es la expresión de su apoyo personal al partido de la U, no tiene ningún sentido que le pida al partido del presidente Uribe y al candidato del presidente Uribe que no apoyen las políticas del presidente que les valieron la victoria (máxime cuando Santos tiene todos los votos que necesita para las próximas elecciones). Si su declaración expresa el apoyo de una fracción del liberalismo, no parece que esta fracción estuviera en posición de imponer condiciones al apoyo explícito.
¿Qué busca el ex presidente Gaviria? Pan y pedazo. El Partido Liberal, tan acostumbrado al poder, claramente no se siente a gusto en la oposición. Prefiere participar de un gobierno en el que prevalezca "la cultura del atajo y del todo vale" (o de la buena fe y el patriotismo: depende de dónde se le mire) que constituirse desde la oposición en una opción futura de gobierno. Está jugando de segundón, como el Partido Conservador durante casi todo el siglo pasado, y aunque es evidente que no le gustan las migas, también es evidente que no quiere renunciar a ellas.
¡Lastima! Hubo un momento en los últimos dos años en el que parecía que el Partido Liberal iba a asumir un liderazgo lastimosamente perdido por la indisciplina y la arrogancia de sus copartidarios. No será así, está claro: no se oyen las ideas sobre una forma de gobierno que fortalezca las instituciones cuando uno murmura con la cabeza gacha.

sábado, 12 de junio de 2010

Con el pan y con el queso

La comunidad internacional aparentemente sorprendió al gobierno con sus pronunciamientos:

 La Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Navi Pillay, le pidió ayer al Gobierno que "respete la sentencia" contra el coronel (r.) Alfonso Plazas Vega por las desapariciones tras la recuperación del Palacio de Justicia, en 1985, y emplazó a las autoridades a "seguir garantizando la seguridad de la jueza María Stella Jara, quien enfrenta múltiples amenazas".

Más:
El respeto de los derecho humanos fortalece la legitimidad de las Fuerzas Armadas en cualquier Estado democrático; también en Colombia.

Otro poquito:

El Estado tiene que reaccionar, claro, pero sin desaparecer personas o violando los derechos humanos. Eso no puede formar parte de la reacción legítima de un Estado democrático ante personas o grupos que lo estén confrontando.

Y un puntillazo final:
Colombia ha introducido importantes reformas en sus Fuerzas Armadas en los últimos años: la política nacional sobre derechos humanos y derecho internacional humanitario, medidas para delimitar claramente el ámbito de la justicia penal militar... Yo [Christian Salazar, representante de la Alta Comisionada para los DD.HH.] tengo preocupación de que en estas discusiones se olviden estos avances y hasta podamos llegar a un retroceso.

 El presidente Uribe y el general Freddy Padilla de León, comandante de las Fuerzas Militares, saben que no hay nada de malo en desdecirse en la página 15 de la descalificación enfurecida en la primera página, y en la televisión, y en la radio.

El daño ya está hecho: las juezas ya están marcadas (con suerte, se exilarán sin escándalo antes de que las maten), y los colombianos ya saben que el poder judicial es el enemigo de la patria. Ahora se trata de guardar las apariencias para la comunidad internacional, en voz baja,  sin bombos ni platillos, sin televisión, sin profunda indignación, sin fotos intimidantes del Estado Mayor con el presidente a la cabeza. Solo un tibio pronunciamiento sobre la necesidad "de acatar y respetar" el fallo de la jueza en el caso del coronel Plazas, acompañado de otro tibio llamado del presidente a proteger los resultados de la negociación de paz que permitió la desmovilización del M-19 en 1990, durante la presidencia de Virgilio Barco. Un pronunciamiento del tenor del que obligó al gobierno a corregir con el tono enfadado de quien padece una injusticia la cifra de sindicalistas colombianos muertosen el último año: no fueron 48. ¡Exagerados! Fueron solo 28.

viernes, 11 de junio de 2010

La democracia o la buena fe

La noticia de la condena al coronel Plazas Vega produjo un inmenso y momentáneo alivio a algunos colombianos. Hubo llamadas telefónicas, insinuaciones de una celebración, sonrisas. Y es que hay quienes creen —yo, entre ellos— que los acontecimientos del Palacio de Justicia marcaron un quiebre en la dirección del país, y se han convertido en el símbolo de la imposibilidad de la democracia colombiana: a la barbarie militar del M-19, el Estado respondió con una acción más bárbara aun. Oficialmente, ese día empezó la guerra civil. Había empezado mucho antes, claro está, pero ese día hubo una declaratoria oficial: una en la que se dijo abiertamente que los hombres armados de uno y otro bando no se detendrían ante nada. Y que más valía que los idiotas que nos quedamos pasmados en la plaza de Bolívar, viendo boquiabiertos cómo ardía el Palacio mientras el presidente no hacía nada, y viendo después con lágrimas en los ojos cómo los tanques militares entraban al Palacio mientras el presidente no hacía nada, nos moviéramos si no queríamos morir en el fuego cruzado.
En los años que siguieron, algunos, con un instinto de supervivencia más desarrollado, se alinearon con uno u otro bando. Otros nos quedamos ahí, y cuando se disipó el humo, y se limpiaron los escombros, y se reconstruyó el edificio, creímos que nos despertábamos de un mal sueño y seguimos adelante, hablando de resultados electorales y de derechos humanos como si viviéramos en un país regido por un sistema democrático. Hace dos días, el fallo de la jueza María Stella Jara nos permitió uno de esos momentos de triunfo que señalan a cada rato el avance victorioso de los ejércitos pero que a nosotros, los civiles de a pie, nos resultan tan escasos.
Escasos y efímeros: el presidente salió inmediatamente a expresar su dolor por el fallo. Quedó claro (¡por si alguien tuviera dudas!) que lo suyo no es una defensa exagerada de su gente o de su gobierno, sino una convicción más profunda sobre la prelación que debe darse en todo momento a las vías militares y a las vías de hecho sobre las vías legales.
También quedó pavorosamente claro que el ejercicio de la ley no tiene cabida en esta sociedad, donde los valores son otros: "Cuando hay buena fe y cuando hay patriotismo, no hay espacio para el dolo. Se excluye el delito." Uribe y su cúpula militar, de pie frente a los colombianos, saben cuándo hay delito y cuándo no. Once desapariciones no son delito: son expresiones de patriotismo; los falsos positivos no son delito: son actos de buena fe ("Hay que haber sido militar para entender", afirmó ayer el que a todas luces será el próximo presidente de los colombianos).

Yo imagino que el coronel Plazas estaba lleno de buena fe cuando aseguró con tono triunfal, a la salida del Palacio, que había salvado la democracia. También imagino ahora, con cierta amargura, que nosotros no sabíamos y él sí (como lo debía de saber el presidente Belisario Betancur) que la democracia colombiana es como el cadáver de Evita Perón, una momia embalsamada que sacan y ponen y quitan y desentierran y exhiben y vuelven a enterrar los bandos en pugna.

Habrá que quitarse, para no morir en el fuego cruzado. Y acompañar de todo corazón desde nuestros refugios a la jueza María Stella Jara y a su hijo, y a la jueza Jenny Jiménez: que el espíritu de Alice Auma las proteja, inermes como están ante la omnipotencia del gobierno colombiano.

martes, 8 de junio de 2010

Lo real

El domingo 6 de junio se publicó en El Tiempo una larga entrevista de Yamid Amat con Gabriel Silva, ministro de Defensa colombiano. El momento no podía ser más adecuado: a pesar de todos los esfuerzos del gobierno, habrá un relevo en agosto (quizás no un cambio radical, pero inevitablemente sí un relevo) y todos los funcionarios (incluso aquellos que sueñan con permanecer en sus cargos, como el ministro de Defensa) están en proceso de hacer un inventario. El del ministro de Defensa resulta ambiguo y alarmante.

Ambiguo, porque el ministro no deja claro si los logros del presidente y del gobierno son logros del país. Y alarmante, porque parecería, a juzgar por las palabras del ministro, que estamos aun más asediados que hace ocho años.

En un momento dado, el ministro de Defensa responde a la pregunta sobre las causas de los falsos positivos con una afirmación contundente: "Lo que es real es que gracias al esfuerzo del presidente, los colombianos se han liberado del narcoterrorismo y del narcoparamilitarismo". Lo que es real, lo que existe, lo que es incontestable, lo que está efectivamente ahí es la desaparición del  narcoterrorismo y el narcoparamilitarismo [1]. Es un parte de victoria sin matices, que exige de los lectores un agradecimiento sin peros (peros que el ministro adivina en la alusión a los falsos positivos, que no es un tema sobre el cual él quiera detenerse: lo real son los logros del presidente, no estos muertos).
Esos mismos lectores deben saber que "Le hemos parado el macho al presidente Chávez"—el ministro usa aquí una expresión muy rural, muy de ese medio con el cual el presidente ha querido que lo asociemos—, y que "los deseos expansionistas e intervencionistas de Chávez han sido disuadidos". Otro parte de victoria.

Sin embargo, lo real parece tener otras manifestaciones menos definidas: por una parte, el ministro admite que no se le ha infligido una "derrota final a las FARC", que "la serpiente está arrinconada y débil pero viva" (otra imagen deliciosamente rural con marcados visos religiosos). Por la otra, advierte, "hay riesgos externos" que amenazan "la soberanía nacional".

Los resultados, pues, no son definitivos. El país (que en el discurso del ministro de Defensa recibe tratamiento de espectador pasivo, no de protagonista) debe prepararse, pero si sigue la seguridad democrática, en el inmediato futuro la soberanía no correrá peligro y se dará "el golpe final a la culebra herida" (hacerlo es el sueño del ministro).

Aunque hay una amenaza peor: ellos, los que "no nos pueden derrotar el campo de batalla pero nos quieren derrotar en los estrados judiciales" (donde, se sabe bien, un buen soldado está inerme ante las triquiñuelas asquerosas de los tinterillos); ellos, los que conspiran contra las Fuerzas Militares y las atacan; ellos, los que liberan a los sicarios, criminales y asesinos que las Fuerzas Armadas capturan.

Ellos son "los amigos del terrorismo y enemigos políticos del gobierno"—el ministro los identifica al fin con cierta renuencia, pero no nos dice qué hacer contra esta amenaza, ni cómo prepararnos para afrontarla. 

Así que nos esperan tiempos difíciles, aunque los colombianos "que no sean amigos del terrorismo y enemigos políticos del gobierno" elijan como su nuevo presidente a Juan Manuel Santos. Ya el ministro de Defensa aclaró que el asunto de los falsos positivos no es "lo real". Podemos deducir que fue más bien una falsa alarma, y que su descubrimiento no significa que el médico deba enmendar el tratamiento prescrito. Casi como si los equivocados fuesen los muertos. Y podríamos deducir también que están equivocados quienes claman que es más interesante un comercio enriquecedor entre los países que "pararle el macho a Chávez". Sobre la amenaza que representan "ellos", ya veremos: el presidente y sus ministros están haciendo grandes esfuerzos para neutralizar e inhabilitar las decisiones del poder judicial. A lo mejor el próximo presidente da un paso más adelante y lo cancela definitivamente. ¿Quién lo necesita, si logramos que la seguridad democrática no se detenga?

[1] Según el mismo periódico [El Tiempo, junio 8, 1-2], hay cultivos de coca en más del sesenta por ciento del territorio nacional. Pero el ministro de Defensa no parece ver ninguna relación entre este dato y el narcoterrorismo.

viernes, 4 de junio de 2010

De héroes y tinterillos

La Fiscalía colombiana cometió una equivocación. Una imperdonable equivocación, si se quiere, pero rápidamente enmendada: "Al general Padilla [comandante de las Fuerzas Militares] no se le ha llamado a nada, ni siquiera a un interrogatorio" aclaró el fiscal Mendoza Diago seis horas después de que se conoció un documento que mencionaba una investigación contra el general Freddy Padilla.
El presidente Uribe criticó duramente el error y afirmó, según El Tiempo, que "No podemos vivir de equivocación en equivocación maltratando a las Fuerzas Militares".
Tiene razón. Pero la razón no es un tema que le interese particularmente al presidente, que se mueve mejor en el terreno claro (transparente, diría él) de la doctrina y del dogma que en el terreno a veces más pantanoso de la legislación o incluso del intercambio de pareceres.

Hace unos días, nos sorprendió a todos al calificar de idiota útil de los criminales a Adolfo Pérez Esquivel, y de voceros de los terroristas, al Washington Post. La información difundida por el Post (relativa a las supuestas actividades paramilitares de Santiago Uribe) y la consiguiente reacción de Pérez Esquivel (“Si la justicia colombiana, que tiene muchísimas dificultades, no actúa sobre este caso, tendremos que elevar la denuncia a la justicia internacional") involucraba al hermano del presidente, lo cual explica de alguna manera la virulencia de la reacción. Pero no por eso deja de ser sorprendente constatar que el presidente Uribe cree que en todo el orbe, todos los que no están con él, están contra él.

Estas convicciones de iluminado ejercen una gran fascinación sobre sus electores y han sido fundamentales a la hora de poner en práctica la doctrina de la seguridad democrática; pero son profundamente deletéreas para la instituciones, en particular las que sostienen el poder judicial. Porque una cosa es protestar enérgicamente contra una equivocación, y otra muy diferente calificar a quienes la cometieron de tinterillos al servicio del terrorismo. El presidente Uribe habla de "tinterillos [...] que maltratan el avance de la seguridad democrática con acusaciones falsas contra los generales", y su ministro de Defensa le hace eco, al respaldar a Padilla como un oficial que "ha servido a la patria en los rincones donde los tinterillos, los abogados y los enemigos del país jamás han pisado". Remata el presidente, hablando de "los idiotas útiles del terrorismo [...] que todos los días atentan contra la seguridad democrática [...] haciendo acusaciones falsas contra quienes han sido los héroes" [El Tiempo, 4 de junio de 2010].
También considera el presidente que es un ataque contra él y contra su doctrina de la seguridad democrática la orden de captura contra Mario Aranguren, ex director de la Unidad de Información y Análisis Financiero, contra quien la Juez 52 Penal de Bogotá dictó medida de aseguramiento por "concierto para delinquir, abuso de autoridad y prevaricato". El eco en esta ocasión le correspondió al viceministro de Justicia, quien afirmó que "la misma juez que ordenó la captura del doctor Araguren, el año pasado ordenó la liberación de 11 narcotraficantes". ¿Está denunciando algo el viceministro de Justicia? ¿Acusa a la juez de un crimen? O descalifica a gritos a los representantes del poder judicial porque actúan como si hubiese una legislación legítima más allá de los límites de la doctrina de la seguridad democrática?

Al presidente Uribe le gustan más los soldados que los jueces. Pero una democracia plena exige que haya de los unos y de los otros, y exige que los comportamientos de los unos y de los otros acaten unas normas previamente acordadas y establecidas.

martes, 1 de junio de 2010

Uniones y alianzas

Andrés Felipe Arias es una de las figuras más deliciosamente ridículas que ha producido la política nacional: cuando crezca será un Malvolio amargado y violento, pero por ahora actúa con la tonta seguridad de quien no se ha dado cuenta todavía de que siempre será un correveidile. Fue patético verlo agachar la cabeza ante la unción del jefe y aceptar gozoso el diminutivo, fue patético verlo correr a buscar refugio en las faldas de la u después de la derrota ante Noemí, y es patético verlo ahora chillándole entusiasmado a sus ex copartidarios para que se unan a él.
Valdría la pena, a pesar de la tentación de unirse a la fiesta, que el Partido Conservador medite su decisión: lo cierto es que su presencia en el Senado y en la Cámara ha crecido en los últimos años (de 13 senadores en el 2002 a 23 en el 2010), y con ella, su peso real en el panorama político. Aceptar la invitación de Arias sería equivalente a firmar el certificado de defunción del partido, que acabaría de diluirse en el partido de la U (que al fin y al cabo es más afín al conservatismo que al Partido Liberal).
Pardo, en cambio, pide una aclaración semántica: ¿qué va de unión a alianza? Pero me temo que el Partido Liberal —acostumbrado desde hace demasiado tiempo a la repartición de cuotas sin muchos matices ideológicos—  dejó pasar la oportunidad de constituirse en partido de oposición, y acabará también plegado a la U.

Mockus y Petro (más bien Petro y Mockus) siguen siendo la esperanza de que se consolide la oposición, y ella explica la necesidad de una segunda vuelta. Es importante medir la fuerza que tendrán en las afueras del gobierno. ¿Posibilidades de una alianza? No parece haber muchas, pero quizás prevalezca la inteligencia política.

lunes, 31 de mayo de 2010

El juego largo

La votación para el Senado en marzo de este año indicó un respaldo franco de los electores a las opciones más tradicionales y de derecha, representadas por el partido de la U, el Partido Liberal, el Partido Conservador, Cambio Radical y el PIN, que lograron casi el 80 % de los votos. En la primera vuelta presidencial, casi el 70 % de los votos se repartieron entre los mismos movimientos, aunque con ligeras variaciones.
La más interesante, sin duda, es la desaparición de los dos partidos tradicionales, el liberal y el conservador, de la lucha por la presidencia: el 36% de la votación en la votación por el Senado se redujo al 10% en las elecciones presidenciales, lo cual significa que no estarán en la mesa de discusiones en las semanas previas a la segunda vuelta. Significa también que el partido de la U es en realidad el usufructuario del Frente Nacional, y de la incapacidad de los partidos tradicionales de convertirse en partidos modernos capaces de un ejercicio democrático de la oposición.

La efervescencia mockusiana fue el resultado del hartazgo de una porción considerable del electorado independiente con la continuidad uribista, que adquirió visos francamente peligrosos con el tercer envite (la primera reelección curiosamente no despertó a los demócratas dormidos). En ese sentido, no resultan sorprendentes los resultados.
Pero también se podría decir que el voto de ayer fue un voto que favorece francamente el discurso guerrerista de Santos (de puertas para adentro y de puertas para afuera) en oposición al discurso civilista de Mockus, y eso obliga a quienes se alinearon con este último a reponerse rápidamente y empezar a pensar en un juego político de largo plazo y no solo en la victoria o la derrota inmediatas.

La experiencia reciente del Polo indica que seguimos crudos en el afianzamiento de un discurso creativo de oposición, y en la estructuración de acciones destinadas a fiscalizar y controlar a quienes están en el gobierno. El 7,5% de la votación por el Polo Democrático Alternativo en las elecciones parlamentarias fue un voto de castigo por su pobre desempeño en la alcaldía y por su incapacidad para consolidarse como un partido maduro y no como una colección de personalidades de izquierda. Los votos que Petro sacó en la elección presidencial son votos por Petro, que premian su labor en el Senado en los últimos años y su desempeño en los debates; lo confirma la votación por Vargas Lleras, que también sobresalió en los debates.

No veo clara una alianza entre el Polo y el Partido Verde, que tienen divergencias serias en casi todos los frentes de trabajo. Pero sí sería conveniente discutir una plataforma común de acción para los próximos cuatro años, que empiece a despejar los males que aquejan el ejercicio político en Colombia hoy: la polarización, el unanimismo, la impunidad, la inequidad. En palabras de Claudia López, "La agenda de cambio no puede naufragar".
Es el momento de demostrar que ni el Polo ni el Partido Verde son movimientos espurios y oportunistas, y que sus seguidores están en capacidad de hacer una trabajo de largo plazo en favor de la democracia colombiana.

¿Por qué Mockus?

Carlos Valencia comenta
Carvalen1@gmail.com
He recibido muchos comentarios por apoyar a Mockus en Facebook. Realmente pensé que a nadie le importaba, pero veo que hay interés y que mi posición genera opiniones. Y veo también muchos grupos formándose. Unos a favor, otros en contra de Mockus, y casi todos con una creciente agresividad en sus comentarios.
Quiero entregar este pequeño análisis exponiendo las razones de mi proceder. Pero antes tratar de entender las posiciones un de los distintos tipos de comentaristas:

Voy a poner en un primer grupo a los “pragmáticos”. Casi siempre sus comentarios son del tipo “sí, Mockus es una buena persona, pero el país no está preparado para él”. Consideran que el idealismo lo descalifica para manejar el país porque asumen que defender tantas causas positivas es más bien una ilusión inalcanzable. Muchos argumentos del tipo “¿y usted si piensa que un tipo así de decente puede con este país de cafres y hampones? No, hombre, sea realista, esto no se arregla con girasoles. Imagínese a Mockus con este congreso, pobrecito”. A ellos les pido un poco de fe.

Hay un segundo grupo, de Mockusistas furibundos, que argumentan que esto no puede seguir así, que hay que cambiar inmediatamente, que el país va para el abismo de los corruptos, paramilitares, asesinos  y narcotraficantes. Este particular grupo descalifica los últimos ocho años de gestión de Uribe y apoya a Mockus, porque lo ve como la única salvación de una Colombia perdida éticamente. A ellos les pido más tolerancia y comprensión. No olviden la historia de Colombia.

El tercer grupo que me encuentro es el de los Furibistas. Es un grupo tan irracional como el anterior, que descalifica cualquier posición que no implique abnegada admiración a Uribe. Para ellos, quienes critican o debaten las actuaciones de Uribe son apátridas, terroristas, o peor, Chavistas! Los Furibistas dudan inclusive un poco de Santos, pero como no hay tercer mandato se resignan a la opción. A los furibistas les pido que piensen en la inclusión y la pluralidad, que Colombia es de todos.

También me encuentro personas con dudas, a quienes les gusta Mockus pero desconfían de su estilo poco ortodoxo y de sus extravagancias. Consideran que Mockus puede ser un buen gobernante y no saben qué hacer. A ellos les pido decisión, Colombia la necesita.


Yo me tomé la molestia de estudiar los programas de Santos y de Mockus, de analizar la trayectoria de cada uno, y decidí apoyar a Mockus. Considero que el país debe mirar hacia delante y que los colombianos tenemos la responsabilidad, y en esta oportunidad el beneficio, de escoger entre dos buenos candidatos con opciones de llegar a la presidencia,  y cuya elección, cualquiera que sea, es positiva para Colombia. Ambas propuestas son atractivas y sólidas.

Difieren un poco en temas fiscales, donde Mockus me genera más confianza por su ortodoxia académica y su propuesta de buscar un superávit fiscal. Durante la alcaldía de Bogotá demostró un excelente manejo fiscal. Veo a Santos también sólido, e igualmente ortodoxo, pero más dispuesto a usar el gasto público para aplacar las demandas de quienes lo apoyan. Santos mantendría beneficios de impuestos para algunos sectores que no los necesitan, en momentos que tenemos un déficit fiscal grande y en detrimento de sectores generadores de empleo. Por otra parte, Santos hizo un buen trabajo como ministro de Hacienda.

En términos de seguridad, no hay mayores diferencias programáticas, aunque la campaña de Santos tome distancia de Mockus apoyándose en la buena gestión del gobierno de Uribe. Santos fue el ministro estrella de Uribe en el tema de seguridad, aunque con algunos desaciertos en sus actuaciones: los falsos positivos, la corrupción en las fuerzas armadas, el espionaje desde las instituciones de seguridad a personajes públicos y de la rama judicial. La Operación Jaque de liberación de secuestrados fue muy positiva y nos llenó de orgullo y tranquilidad a los Colombianos. El ataque al campamento de Raúl Reyes,  es una operación que tenía que hacerse. No debe ser, como declaró Santos, motivo de orgullo, sino una tarea penosa que había que hacer y que no debe repetirse.

La seguridad democrática es el legado de mayor importancia del presidente Uribe. La seguridad democrática tiene que seguir siendo una política de estado. Pero que no quede duda de que no es sostenible sin seguridad legal. Nuestras instituciones son la base para que los colombianos podamos mirar al futuro. Sin seguridad legal, de la seguridad democrática no quedarán sino atropellos y patente de corso para nuevos grupos ilegales. Mockus es abanderado de la legalidad, mientras percibo a Santos más cercano al atajo y a justificar los medios para lograr el fin.

En cuanto a las relaciones con Chávez, ambos son conciliadores. Pero la realidad es que Chávez será una amenaza para cualquier gobierno de Colombia; Chávez solo acepta ser aliado de quien lo apoye sin discusiones, y no veo a Santos ni a Mockus haciéndolo. Además, Chávez siempre querrá hacer de Colombia su enemigo, sin considerar al gobernante de turno. Eso no lo cambiaran Santos ni Mockus.

En educación y salud tienen coincidencias, aunque Mockus tiene experiencia en educación. En la salud me genera más confianza Mockus, porque siendo un tema fiscal, creo que será más cuidadoso en el uso de los recursos. Santos, por otra parte, tiene mejores probabilidades de pasar rápidamente por el congreso una reforma a la salud. En las relaciones laborales también veo a Mockus más sólido respecto a los impuestos parafiscales, y a Santos más populista.

El manejo político es donde hay mayores diferencias y donde se crea más polémica.  Mockus tendrá un congreso enemigo de su mandato. Pero francamente el congreso actual es enemigo de todos los colombianos. No solo de Mockus.

Es por el manejo político que me inclino por Mockus; su declaración de principios no deja lugar a duda (las tomo del website del Partido Verde):

1.    Rechazo a cualquier tipo de violencia y a cualquier complicidad con grupos al margen de la ley y con funcionarios o ciudadanos corruptos

2.    Respeto a la vida

3.    Manejo transparente y eficiente de los recursos públicos como recursos sagrados

4.    Incorporación, en las decisiones públicas y privadas, de la previsión y manejo de las   consecuencias ambientales

5.    Primacía del interés general sobre el interés particular

6.    Respeto y defensa de la Constitución Política

7.    Reconocimiento y valoración de las diferencias y la pluralidad

8.    Coherencia entre fines y métodos, no al “todo vale”

9.    Construir sobre lo construido

Mockus tendrá dificultades en sus relaciones con la clase política tradicional, que puede tratar de impedir la ejecución de su plan de gobierno. Pero, ¿quien de nosotros puede argumentar que no adhiere a cualquiera de estos principios? ¿Qué argumentos puede realmente usar para desecharlos? ¿Quien, distinto de los corruptos, los terroristas y los delincuentes puede decir con honestidad que esta lista de principios está equivocada?

Si los colombianos le damos a Mockus un mandato de acción, empezaremos a cambiar las costumbres políticas. ¿Lo lograremos? Es posible. Si los colombianos seguimos cohonestando las actuales costumbres políticas, podemos estar seguros que nunca tendremos el gran país que queremos.

A todos los seguidores y contradictores de Mockus y de Santos, mencionados al principio, les pido solamente que voten por el futuro, no por miedo, ignorancia o intolerancia. Necesitamos un mejor país.

Cristina Vélez replica
Sobre esta campaña tengo varios comentarios:

   1. No hay nada más peligroso para la democracia que el fanatismo. Venga de dónde venga. Me da angustia que los mockusianos a ultranza se descalabren o porque no gane Mockus o porque gane y la embarre, porque como todos los presidentes en algún momento va a hacerlo. También me da angustia los furibistas convertidos en santistas que no pueden explicar por qué van a votar por Santos sin decir Uribe o Chávez. Hay que votar con información y evitar los impulsos del corazón.
   2. El otro día me dijeron que no debería votar por Mockus porque es neoliberal. Mi respuesta fue: voy a votar por Mockus precisamente porque es neoliberal. Como bien lo mencionas, los supuestos económicos de los dos son muy parecidos con la diferencia de que a Santos poco le importará implementar algo que sabe que no es lo mejor si le cuesta políticamente. Uribe ya lo hizo. Dejó de tomar decisiones poco populares pero con lógica económica que nos dejan grandes adefesios como un sistema de salud a punto de quebrarse.
   3. El tema de Chávez es la gran cortina de humo de estas elecciones (más que las confesiones sobre si fumaron mariguana o no o que la llegada de J.J. Rendón). Sin embargo, mi reflexión al respecto es que nada que le sirva más a Chávez que tener a su archienemigo (Santos) de vecino. La autodefinición por oposición ha sido la principal herramienta del venezolano y cómo se va a divertir en Aló Presidente hablando de Santos.
   4. Ese cuento de que los que votan por Mockus son jóvenes e ingenuos me tiene verde. Aún más verde.  Habrá muchos jóvenes e ingenuos que apoyan a Mockus, como los hay en la campaña de Santos. Sin embargo, me parece una visión miope y simplista. Basta no más con mirar las cuentas de Twitter de Santos y Mockus y comparar seguidores. No sólo número sino calidad.




Margarita Valencia replica

Sobre la creciente agresividad: obedece en parte a la proximidad de las elecciones, y en parte a las dificultades de una sociedad tan golpeada y tan escindida para resolver sus diferencias sin recurrir a la violencia. La práctica política en el país nos ha enseñado que las opiniones de otros a veces ponen en peligro nuestras vidas, así que es difícil abordarlas con ecuanimidad. Parte de la tarea pendiente es el difícil aprendizaje del ejercicio de la democracia.

Sobre la postura de los pragmáticos: no es fe lo que necesitan sino el valor de admitir que algunos cambios son necesarios—y es indispensable tomar medidas no necesariamente gratas para lograrlos—, y que otros cambios no son necesarios, y hay que resistir el impulso de empezar siempre de cero.

Habría que añadir que no deja de ser interesante que "idealista" sea un adjetivo que descalifique a los políticos: uno pensaría que un ideal (cualquier tipo de ideal) es una condición imprescindible para el ejercicio de la política.

El idealismo y el entusiasmo no son categorías opuestas a la información (Cristina): de hecho, se complementan. Hay que votar porque se tiene un ideal de país, y se sabe que uno u otro de los candidatos tiene posibilidades de encaminar el país en esa dirección. Tampoco son categorías opuestas en el caso de los políticos, que son los que verdaderamente adolecen de falta de información: hay que estar informado, y hay que exigir una gran dosis de información.

Y eso nos lleva a la discusión sobre la necesidad de una cierta dosis de pragmatismo en política, indispensable para poner en práctica las ideas. La política, al fin y al cabo, es un ejercicio de razonamientos, concesiones, acuerdos... Las ideas inconmovibles (que los intelectuales y los artistas pueden y deben defender) no son convenientes para los políticos y suelen ser germen de guerras.

Pero la carrera política de Mockus demuestra que es perfectamente capaz de conjugar sus principios con la necesidad de avanzar, y además que tiene un envidiable sentido de lo práctico (los mimos, por ejemplo). En el caso de Santos, el tema de los falsos positivos demuestra muy poco sentido práctico.

Sobre la corrupción: la elección de Mockus no va a hacer desaparecer la corrupción mágicamente. El problema de la corrupción debe ser asumido como un problema ciudadano, no como un issue político. No como un problema de otros sino como un problema personal.

Sobre el bombardeo al Ecuador: no creo que tuviera que hacerse de esa manera: la vía diplomática hubiera funcionado mejor.

Sobre Chávez: como bien señala usted, a Chávez no podemos cambiarlo. Pero si hubiéramos podido evitar la política de confrontación asumida por el gobierno colombiano. Chávez es un buscapleitos y Uribe también. Se necesita una política exterior más zen si se quiere, más resistencia pasiva y menos pecho sacado. Una política exterior que piense qué es lo mejor para Colombia (un comercio dinámico y fuerte con sus vecinos) y no qué es lo mejor para nuestra imagen (ese embeleco del facilismo político que no quiere decir nada).

Sobre su afirmación: "El congreso actual es enemigo de todos los colombianos". Algunos congresistas ciertamente son censurables, o francamente delincuentes: hemos avanzado en el camino de desenmascararlos, aunque también hemos avanzado en el camino de la desvergüenza. Pero el Congreso actual es un engranaje indispensable para el manejo de la política, y en él hay políticos evidentemente dispuestos a enfrentar un cambio en las reglas políticas, y capaces de lograrlo.

Consenso y oligarquía electoral en Colombia

Ti Noel comprendió pronto que, aunque insistiera durante años, jamás tendría el menor acceso a las funciones y ritos del clan. Se le había dado a entender claramente que no le bastaba ser ganso para creerse que todos los gansos fueran iguales. Ningún ganso conocido había cantado ni bailado el día de sus bodas. Nadie, de los vivos, lo había visto nacer. Se presentaba, sin el menor expediente de limpieza de sangre, ante cuatro generaciones en palmas. En suma, era un  meteco.
El reino de este mundo
Alejo Carpentier



En mayo de 1863 los convencionistas de Rionegro, convocados el año anterior por decreto de Tomás Cipriano de Mosquera, aprobaron la constitución más federalista de cuantas se hayan redactado en el país; esta determinó que a partir de ese momento el país pasaría a ser los Estados Unidos de Colombia, y estableció, “en nombre y por autorización del pueblo”, la inviolabilidad de la vida humana; la libertad absoluta de imprenta y de circulación de impresos nacionales y extranjeros; la libertad de pensamiento, expresión y enseñanza; el sufragio universal, y la libertad de trabajo, industria y comercio; y la libertad de culto, siempre que no se atentara contra la soberanía nacional o se turbara la paz. En suma: una constitución para ángeles, remoquete que se le adjudica a Víctor Hugo pero que seguramente se originó en el Discurso de Angostura, pronunciado por Simón Bolívar ante el Congreso del mismo nombre el 15 de febrero de 1819. En él, Bolívar advirtió que “La libertad indefinida, la democracia absoluta, son los escollos a donde han ido a estrellarse todas las esperanzas republicanas”, conclusión inevitable de su argumento en contra de un sistema federal. “¡Ángeles, no hombres pueden únicamente existir libres, tranquilos y dichosos, ejerciendo todos la potestad soberana!”(1) El tema estaba a la orden del día: en 1835 Alexis de Tocqueville subrayó en La democracia en América que si bien él mismo no podía concebir una nación sin una fuerte centralización gubernamental, no podía dejar de notar que “la centralización administrativa tiende a disminuir constantemente el espíritu cívico en el pueblo... puede por tanto contribuir admirablemente a la grandeza pasajera de un hombre, pero no a la prosperidad duradera de un pueblo” (2).

La aversión de Bolívar a la democracia absoluta no debe sorprender a nadie: el Libertador no era un revolucionario social, y el movimiento de independencia que lideró tampoco lo era. Habría que recordar que la mayoría de los movimientos independentistas hispanoamericanos “comenzaron como la rebelión de una minoría contra una minoría aun más pequeña, de criollos (españoles nacidos en América) contra peninsulares (españoles nacidos en España). [...] El objetivo de los revolucionarios era el autogobierno para los criollos, no necesariamente para los indios, los negros o las personas de raza mixta” que constituían un ochenta por ciento de la población (3).

La encrucijada política en la que se encontraron los criollos a comienzos del siglo 19 era de una inmensa complejidad: el cariz mismo del conflicto, precedido por el fracaso de la insurrección de los comuneros en 1781 —plenamente caracterizada por el grito de ¡Viva el Rey! ¡Abajo el mal gobierno!— había convertido la monarquía en una opción impensable. Pero la transición hacia una democracia plena también era impensable para la clase dirigente:

Nuestros débiles conciudadanos tendrán que enrobustecer su espíritu mucho antes que logren digerir el saludable nutritivo de la libertad. Entumidos sus miembros por las cadenas, debilitada su vista en las sombras de las mazmorras, y aniquilados por las pestilencias serviles, ¿serán capaces de marchar con pasos firmes hacia el augusto Templo de la Libertad? ¿Serán capaces de admirar de cerca sus espléndidos rayos y respirar sin opresión el éter puro que allí reina? (4)


Alegando que la gente debía ser protegida de sí misma, y que los sistemas de gobierno debían adaptarse a “nuestras costumbres” (en contraposición con las costumbres de los estadounidenses), Bolívar defendió a capa y espada la adopción de una democracia no liberal, que en esencia dejaba establecida la inmensa desconfianza en el pueblo que ha prevalecido desde entonces en la democracia colombiana y que no hizo otra cosa que perpetuar el estado de infancia política en el cual habíamos sido mantenidos durante el dominio español. Los legisladores optaron por reemplazar una minoría por otra minoría —una que no contaba con el respaldo del Imperio— y prolongaron el sistema español de gobierno a través del dominio de quienes se percibían a sí mismos como miembros de una aristocracia (5) —una monarquía sin un monarca—, creyendo asegurar de esa manera la cohesión de una sociedad cuya innegable heterogeneidad era percibida como una amenaza, como la causa de su inestabilidad: “se disuelve con la menor alteración”.

Si la Conquista arrasó con el sentido de dignidad y pertenencia de los pobladores americanos originales, la Independencia no consideró la posibilidad de la restitución. Ni la abolición de la esclavitud ni las condiciones de vida de los indios fueron temas prioritarios: en 1816 se proclamó la liberación de los esclavos en Venezuela, pero con la condición de que se unieran a las fuerzas republicanas. “La reacción fue negativa. [...] El Libertador creía que ‘los esclavos habían perdido hasta el deseo de ser libres’” (6). La insistencia por parte de Bolívar en una legislación que tomara en cuenta nuestras costumbres no cobijó el sistema de posesión comunitaria de la tierra por parte de los indígenas, y su abolición por parte del nuevo gobierno condujo más temprano que tarde al despojo total.

El abandono de la posibilidad de construir una nación desde la suma de sus partes se refleja en la construcción a lo largo del siglo 19 de la narración del mestizaje americano, con la cual se emparejaba a las masas y se impedía la individuación indispensable para la puesta en práctica de los derechos fundamentales de libertad e igualdad, componente esencial de las ideas políticas de la Ilustración que habían animado los movimientos independentistas. El camino escogido se basaba inevitablemente en la identidad lingüística y cultural impuesta por el opresor. Prevaleció la idea romántica de pueblo americano—una masa indistinta que puede ser cualquier cosa—, a la que se sumó la adoración también romántica de la personalidad, a partir de la cual se podría configurar una nueva aristocracia formada por los patriotas criollos, que muy a la manera de los nobles franceses, se consideraban “miembros de una casta dominante y separada [de la nación]” (7), doblemente validados por su defensa de las ideas de libertad e igualdad.

Un nuevo paradigma no genera una nueva visión del mundo y una revolución política no cambia las mentalidades: la Revolución Francesa estuvo marcada por la violencia, producto de “dos intereses irreconciliables: la creación de un Estado poderoso y la creación de una comunidad de ciudadanos libres” (8). Tendría que pasar casi un siglo antes de que se consolidara la República. En el caso inglés, la guerra civil del 17 permitió el fortalecimiento del Parlamento a expensas del rey (9) y facilitó la transición hacia un liberalismo constitucional que desembocó en democracia. Pero lo opuesto no sucede: la democracia no genera necesariamente un liberalismo constitucional. La coincidencia histórica en su surgimiento ha hecho que se piense en la una y en el otro como si fuesen dos entidades indisolublemente ligadas. Pero no es así: proliferan las democracias no liberales, asociadas con la centralización de la autoridad.

En Colombia, esta centralización de la autoridad es la consecuencia natural de las decisiones políticas tomadas a lo largo del siglo 19. El sistema que acabó imponiéndose —y que sigue vigente hasta hoy— es una oligarquía electoral, el gobierno de los muchos por unos pocos que buscan su legitimidad en las urnas. Esos pocos —no avalados por la sangre o por la tradición—adoptaron una legislación y unas instituciones que han ido modificando a medida que se van haciendo evidentes las complejidades propias de un sistema político que defiende pero no practica la libertad o la igualdad o la separación de poderes. Una reforma tras otra, tras otra, nos han enseñado que la ley y las instituciones que crea se acomodan al capricho del gobierno de turno y que son ajenas a la soberanía popular. Caricaturesca o no, esta descripción subraya la causa de la inestabilidad propia de las democracias que no surgen de un consenso. La inestabilidad permanente (y la violencia que esta genera) ha sido encubierta con un simulacro, con un discurso que no describe la realidad sino que pretende reemplazarla.

En el caso del presidente Álvaro Uribe, gran parte de su éxito se debe sin duda a su capacidad de narrar coherentemente la situación colombiana en un momento en que el desmoronamiento de la izquierda dejó al descubierto un conflicto de tales magnitudes y con tantísimos actores que a la mayoría de los colombianos les resultaba imposible nombrarlo. Habiendo escogido bien a su enemigo —las FAR, como las llama él—, su gobierno procedió a combatirlo con suficiente éxito como para permitir que muchos —abrumados por el deterioro de la situación— volvieran a pensar en la posibilidad de una solución a corto plazo. Amparados por la claridad de quienes saben sin lugar a dudas que la lucha es entre un “ellos” y un “nosotros” claros y definidos, se adoptó de nuevo la vacía y desgastada retórica de la independencia —que la izquierda abonó generosamente— y se admitió tácitamente que el ejercicio de la democracia consiste en apoyar a uno de los bandos y arrasar al otro.

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Carlos Menem se posesionó como presidente de Argentina en 1989 y en 1994 promovió una reforma constitucional que le permitió ocupar de nuevo el cargo hasta 1999. Otro tanto hizo el peruano Alberto Fujimori, quien se convirtió en presidente de su país en 1990, en 1993 promovió una reforma constitucional que le permitió ser reelegido en 1995 y en 1996 promulgó la Ley de Interpretación Auténtica de la Constitución, en la que se facultaba a sí mismo para presentarse por tercera vez a la presidencia. Por su parte, Hugo Chávez fue elegido presidente de Venezuela en 1998, asumió el poder en 1999 y convocó un referendo constituyente en abril de ese año para redactar una nueva constitución que fue ratificada en un segundo referendo en diciembre de ese mismo año; en 2000 se convocó a elecciones, de acuerdo con lo establecido en la nueva Constitución, y Chávez fue elegido presidente para un nuevo periodo de seis años (2001- 2007); en 2006 fue reelegido una vez más; en febrero de 2009 se realizó otro referendo que permite la reelección inmediata de cualquier cargo de elección popular de manera continua o indefinida. Álvaro Uribe fue elegido presidente de Colombia en la primera vuelta en 2002, y reelegido —merced a una reforma constitucional promovida y aprobada en 2005— en 2006 con una votación mayor de la que obtuvo en 2002. Evo Morales, presidente de Bolivia desde enero de 2006, logró que el 9 de abril de 2009 el Congreso aprobara una nueva ley electoral que le permitirá ser reelegido en 2010. Con variaciones más o menos imaginativas, Daniel Ortega en Nicaragua y los Kirchner en Argentina también han ideado maneras de continuar en el poder más allá de lo permitido por sus constituciones.

La evidencia abrumadora indica que ninguno de estos países (o ninguno de estos líderes) elude las elecciones abiertas y multipartidistas, condición mínima para ser un país democrático. La evidencia abrumadora indica, también, que la democracia crece en América Latina a pesar de su reconocida fragilidad, de los lapsos y recaídas que cuestionan constantemente la vocación continental —cuestionamientos que, es el momento de decirlo, solían excluir a Colombia: sigue siendo un lugar común hablar de la estabilidad política y económica del país, un lugar común que, como todos los lugares comunes, tiene algo de cierto y mucho de falso.

Es cierto que a lo largo del siglo 20 en Colombia ha habido una insistencia loable en las elecciones, y es cierto que desde 1958 un gobierno ha sucedido a otro sin mayores tropiezos. Pero no es cierto que esas dos verdades juntas permitan cantar las loas de la democracia colombiana, cuya continuidad sirvió durante muchos años para desviar la atención del creciente horror de una guerra civil que no solo ha persistido sino que ha ido ganando fuerza desde comienzos de siglo.

La narración histórica nacional dice una cosa: habla de ciclos que aparentemente empiezan y acaban (La Guerra de los Mil Días, La Violencia, el Frente Nacional) y que alimentan una idea de progreso (una etapa seguida de otra superior). Otra cosa dice la que parecería ser una ristra interminable que puede empezar en cualquier parte: masacre de las bananeras (1927); asesinato de Jorge Eliécer Gaitán (1948); afianzamiento de la guerrilla liberal (1949 a 1953); desmovilización y posterior asesinato de Guadalupe Salcedo (1957); fundación del Eln (1962); surgimiento de las Farc (1966); surgimiento del M-19 (1970); afianzamiento del narcotráfico (década de 1970); afianzamiento de la Doctrina de Seguridad Nacional en el continente (década de 1970); asesinato de José Raquel Mercado (1976); surgimiento de la Triple A (1977); surgimiento del MAS (1981); toma del Palacio de Justicia e inicio del genocidio de la Unión Patriótica (1985).

La lista dista mucho de ser exhaustiva pero da cuenta de la coexistencia de diversas violencias que se superponen y que son producto y causa de una organización social que fomenta los comportamientos no democráticos y que es el resultado de la persistencia de la guerra civil en el país, asunto que los gobiernos popularmente elegidos suelen eludir, temiendo que al admitirlo y mencionarlo la legitimidad del Estado quede en entredicho. De allí la preferencia por el término “conflicto”, con una más vaga y benigna acepción de “problema, cuestión, materia de discusión”, de “apuro, situación desgraciada y de difícil salida”.

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La guerra civil, por supuesto, es mucho más que la escisión del Estado; es una ruptura de la sociedad, “una fragmentación de lo que parecía o pretendía ser una comunidad de intereses” (10). Esa comunidad de intereses apunta al único contrapeso posible de la violencia como fuerza integradora: el consenso, que sería la virtud que habría que resaltar en una democracia si se quisiera superar el mínimo común denominador.

El consenso debe ser el resultado de la aceptación consciente de las reglas del juego por parte de todos los miembros de la comunidad (la negación de la ley, por ende, es la negación a formar parte de la comunidad (11)), y su existencia implica que todos los miembros de la comunidad son individuos libres que están en condiciones de tomar una decisión y de someterse a ella. Implica también el derecho a cuestionar su decisión cuando lo consideren pertinente, si bien dentro de las reglas del juego: eso quiere decir que el apoyo de los ciudadanos no es un apoyo incondicional, tan confiable como el tipo de obediencia que se obtendría mediante el ejercicio de la violencia. El consenso es la esencia de un gobierno representativo en el cual el pueblo ejerce su soberanía sobre aquellos que lo gobiernan. Y es lo que diferencia una democracia liberal de una que no lo es:

La democracia liberal es un sistema político caracterizado no solo por un sistema electoral libre y justo sino también por el gobierno de la ley, por la separación de los poderes y por la protección de las libertades básicas de expresión, de reunión, de religión y de propiedad. De hecho este último paquete de libertades—que se podría agrupar bajo la denominación de liberalismo constitucional—es teóricamente diferente e históricamente distinto de la democracia (12).

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La distinción entre democracia y democracia liberal funciona muy bien en el aula, pero en la vida real hace agua. Todo parece indicar que América Latina se inclina a favor de los hombres fuertes y en contra de la democracia plena, y quizás los electores tienen razón: la apuesta en favor de un sistema político tan exigente en una sociedad desmoralizada desde sus inicios supondría un esfuerzo de construcción que a lo mejor no seamos capaces de llevar a cabo. En las condiciones de agotamiento moral en las que se encuentran tantas sociedades latinoamericanas, casi resulta irresistible la convicción de alguien que parezca saber lo que hay que hacer y que esté dispuesto a asumir personalmente la responsabilidad por nuestro futuro, responsabilidad que nosotros no podemos o no queremos asumir.

De no ser así, tendríamos que empezar a pensar en serio en la construcción de la democracia —una tarea lenta, frustrante, e invisible, que exige de todos y cada uno de los ciudadanos que lo sean todo el tiempo, que se comprometan sin excusas (las tenemos a granel al alcance de la mano) con el esfuerzo de lograr un consenso y respetarlo. Y a partir de ahí, empezar a construir una nación, tarea que seguimos teniendo pendiente.


Notas


(1) La constitución radical de Rionegro fue reemplazada por la más conservadora de 1886, que de manera diciente restableció el nombre de Dios como fuente de toda la autoridad y que rigió—con infinidad de enmiendas—hasta 1991.

(2) Alexis de Tocqueville, Democracy in America, Chicago: The University of Chicago Press, 2002 (I, I, 5).

(3) John Lynch, América Latina, entre colonia y nación. Barcelona: Editorial Crítica, 2001, pág. 118.

(4) Discurso de Angostura.

(5) En el Discurso de Angostura Bolívar propuso la creación de un Senado hereditario que funcionaría así: “Estos Senadores serán elegidos la primera vez por el Congreso. Los sucesores al Senado llaman la primera atención del gobierno, que debería educarlos en un Colegio especialmente destinado para instruir aquellos tutores, legisladores futuros de la patria. Aprenderían las artes, las ciencias y las letras que adornan el espíritu de un hombre público; desde su infancia ellos sabrían a qué carrera la providencia los destinaba, y desde muy tiernos elevarían su alma a la dignidad que los espera.

“De ningún modo sería una violación de la igualdad política la creación de un Senado hereditario; no es una nobleza la que pretendo establecer porque, como ha dicho un célebre republicano, sería destruir a la vez la igualdad y la libertad. Es un oficio para el cual se deben preparar los candidatos, y es un oficio que exige mucho saber, y los medios proporcionados para adquirir su instrucción. Todo no se debe dejar al acaso y a la ventura de las elecciones: el pueblo se engaña más fácilmente que la naturaleza perfeccionada por el arte.” [El subrayado es mío]

(6) Lynch, pág. 234.

(7) Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Imperialismo 2. Madrid: Alianza Editorial, 1981, pág. 258.

(8) Simon Schama, Citizens. Nueva York: Vintage Books, 1990, pág 15. “La ficción de la Revolución consistió en imaginar que se podía servir al uno y a la otra sin mutuo desmedro, y su historia es, en suma, la realización de esa imposibilidad.”

(9) Barrington Moore, Jr., Social Origins of Dictatorship and Democracy. Boston: Beacon Press, 1967, pág. 29.

(10) Jorge Giraldo Ramírez, “Elementos para un concepto contemporáneo de guerra civil”, en http://indh.pnud.org.co, mayo 20 de 2009.

(11) Hannah Arendt, On Violence. Nueva York: Harcourt, Brace and World, Inc., 1970, p.. 97

(12) Fareed Zakaria, “The Rise of Illiberal Democracy, Foreign Affairs, http://www.fareedzakaria.com/ARTICLES/other/democracy.html, November, 1997.