miércoles, 1 de febrero de 2012

La corrección política



If it be your will
That I speak no more
And my voice be still
As it was before
I will speak no more
I shall abide until
I am spoken for

If it be your will
Leonard Cohen
        
Empecé a leer esta mañana con inmenso entusiasmo un artículo del periódico inglés The Guardian: "Programa lector de mentes" se lee en el título, "traduce en palabras la actividad cerebral."
         Pensé en la gente que ha perdido el habla, en los artículos de Sacks sobre escritores que no podían leer, en Le scaphandre et le papillon, en la mayoría de los hombres que conozco, tan incapaces de decir lo que piensan. (Aunque ya voy llegando a la conclusión de que en realidad son incapaces de decir lo que yo pienso.) Los científicos", dice el artículo, "han captado fragmentos del pensamiento de los pacientes al decodificar la actividad cerebral causada por las palabras que oyen."
         Seguí leyendo. Los primeros renglones describen el experimento y el entusiasmo que ha generado entre la comunidad científica: http://www.guardian.co.uk/science/2012/jan/31/mind-reading-program-brain-words

         Pero no habían pasado cuarenta renglones cuando el periodista ya empezaba a explicarnos la preocupación ética que debe acompañar este descubrimiento: puede ser utilizado para interrogar terroristas, explica (¡yo pensé en los militares colombianos y la leishmaniasis!). ¿Cómo diferenciar lo que pensamos y no queremos decir de lo que pensamos y queremos decir?, pregunta unos renglones más adelante.
         Apagué el computador un poco deprimida, pensando en esa voz que he oído toda mi vida y que grita horrorizada, ¿Cómo se le ocurre eso
         Pensé que el periodista estaba lavándose las manos de una porquería que estaba a kilómetros de distancia. Pensé en la función social primordial de aplastar la curiosidad y el entusiasmo antes de que estos florezcan, pensé en el miedo que tienen los seres humanos de lo que se les ocurre a los otros seres humanos, y en la poca fe que tienen de su capacidad de enfrentar los dilemas morales reales.
         Pensé, por último, que la corrección política es la más poderosa manifestación de la moral moderna y la forma más común de matar las ideas. El mundo de lo bueno y lo malo, tradicionalmente regido por lo religioso, encontró allí una nueva camisa de fuerza más contundente, sí se quiere, en la medida en que aparentemente es más liberal, y permite muchos menos cuestionamientos.
        Es demasiado temprano en la vida y en mi vida, concluí. Apagué el computador y me pareció que me merecía un café caliente y Madame Bovary.

miércoles, 25 de enero de 2012

Las reglas del juego

a Jorge Orlando Melo

Respondió un lector a "La trampa mortal" preguntando, entre otras cosas, si es igualmente sesgada "la crítica desde el prejuicio de clase alta o desde el prejuicio de la 'ilustración'". Yo, hija de la ilustración, le contesté sin dudarlo que esta era peor. Ahora ya no estoy tan segura. Pero pienso que mi respuesta se debió al hecho de que en el fondo considero que el prejuicio de clase y el de la ilustración son variedades de lo mismo.
Un prejuicio es una opinión respecto de algo "que se conoce mal", dice el drae. Así que podemos suponer que los estudiosos están libres de prejuicios; que los ilustrados llegan a las conclusiones a las que llegan después de mucho ponderar un asunto, de mucho darle vueltas y mirarlo por todos los lados posibles.
Y a veces sucede así: hay asuntos políticos, como la legalización de la marihuana, respecto de los cuales muchos se pronuncian alegremente (recurriendo, por lo general, a los alegatos insustanciales de los medios de comunicación), mientras que otros han dedicado tiempo y esfuerzo a entender los alcances y las consecuencias de sus posturas.
Pero sucede también que los ilustrados—como los miembros de la clase alta cuando dejan sus enormes camionetas grises parqueadas sobre vías arterias— abusan en ocasiones de su condición y de su reputación para descalificar a quienes no militan en sus filas. Y es en este punto en donde veo el inmenso daño que sus prejuicios pueden causar al sistema democrático.
Vivo en una democracia porque creo firmemente en el valor de la discusión y del disentimiento. Y creo que esa discusión y ese disentimiento nos enriquecen y nos proveen con las herramientas necesarias para tomar decisiones, pero no nos dan permiso para desacatar las reglas del juego. Creo que los ilustrados son capaces en ocasiones de una mayor eficiencia a la hora de las discusiones públicas, pero ello no los hace más capaces a la hora de las decisiones políticas. Y de ninguna manera creo que la clase social o las horas pasadas en el aula son indicadores de la idoneidad de alguien para ser elegido. Ni siquiera son indicadores de su inclinación al bien, o de su disposición ética.

Así que (primero de miles de corolarios posibles) es hora de preguntarse de nuevo qué cualidades exigimos de nuestros gobernantes. Y si realmente tenemos la disposición a acatar las reglas del juego. Por especiales que seamos.

martes, 24 de enero de 2012

La trampa mortal de la democracia


Oí el otro día a dos mujeres hablar de política. Eran dos profesionales, maduras, inteligentes y exitosas que comentaban sobre la vulgaridad de la vestimenta de una congresista (escotes exagerados, prendas demasiado pegadas, excesivo maquillaje), y sobre la forma de hablar de otro, un hombre en este caso. Los políticos bajo la mira son profesionales universitarios --condición para ser elegido senador--; son médicos, para ser exactos, dato que salió a colación solo para subrayar su ordinariez: ¿Cómo se puede ser médico y decir esas cosas, llevar esa ropa? ¿Cómo se puede ser congresista? Fueron elegidos, fue la conclusión a la que llegaron ambas con un suspiro. Y aunque hubo alguna alusión velada a prácticas políticas verdaderamente reprobables, pronto fue evidente que nadie tenía pruebas y tuvieron que concentrarse de nuevo en el escote.
Cada pueblo elige a los representantes que se merece, concluyeron. Y yo pensé, mientras las oía hablar, en esa trampa mortal que acaba siendo la democracia para tanta gente. Porque claro que queremos vivir en una democracia. Y claro que queremos que nos gobierne un Congreso en el que participen personas elegidas por nosotros. El problema es, por supuesto, el pronombre nosotros.
La democracia con la que sueña mucha gente es una forma de gobierno en la que elegimos a nuestros representantes a nuestra imagen y semejanza. Lo cual supondría un país a nuestra imagen y semejanza. Lo cual supondría que somos uno de cuarenta y pico de millones de colombianos; no uno de un selecto grupo de diez, o de mil, al cual imaginamos pertenecer. Al cual querríamos pertenecer.
"Este es un país muy conservador", suspira un periodista al otro lado del espectro político. Él, por supuesto, forma parte de una selecta minoría que no lo es. Y él, por supuesto, no está dispuesto a asumir la responsabilidad por las decisiones de las dos señoras del primer párrafo. Ni siquiera está dispuesto a asumir la responsabilidad de averiguar cuántas personas forman parte de la mayoría a la que él dice no pertenecer. Su democracia, la que él diría defender, también sería de diez.
Una trampa mortal. Para las mayorías, claro, no para los miembros de las selectas minorías que hacen lo que les da la gana en nombre de su enclenque y poco fundamentada razón.