viernes, 20 de mayo de 2011

Réquiem por una ciudad joven


En la Bogotá de 1960 Usaquén era Usaquén, Soacha era Soacha, y el Tercer Puente era el tercer puente y hasta allá no llegaban sino las flotas. Por el resto de la ciudad circulaban unos buses ruidosos y ruinosos, siempre llenos hasta los topes, y los trollleys, que iban por la carrera 24 y que ya entonces parecían dinosaurios. Solo los colegios más tradicionales de la burguesía (el Gimnasio Moderno, el San Bartolomé o el Francés) seguían quedando en la ciudad, y la mayoría se había trasladado a las afueras, condenando a los niños bogotanos del futuro a largos trechos en bus de ida y vuelta, por entre baldíos y campos. Los muchísimos niños de las clases más bajas se transportaban como podían, cuando los padres tenían la suerte de hacerse a uno de los escasísimos cupos en las escuelas públicas. También eran horriblemente escasas las líneas de teléfono, las redes de acueducto y alcantarillado, las camas en los hospitales; y de los policías de tráfico, ni hablar; pero esa era una suerte, porque su función casi exclusiva era sobornar a los miembros de las clases más pudientes y hostilizar a los miembros de las clases más pobres.
Había plazas de mercado, y marchantas con delantales sucios, generalmente proveídas por campesinos, hombres de ruana y sombrero. La gente de bien los despreciaba ("indio" era un insulto común, e incluso "zambo"), y también despreciaba a los provincianos que invadían la ciudad de los cachacos a sabiendas de que solo en la capital podían prosperar económicamente.
La política ya empezaba a ser un oficio desprestigiado, pero los bogotanos todavía se solazaban recordando que al negro Gaitán le habían negado la membresía del Jockey Club. "El negro ha permanecido en una perpetua infantilidad y goza del don de mentir", explicaba el dirigente conservador Laureano Gómez en 1928. "La raza indígena, raza de salvajes, presenta una completa indiferencia por la vida nacional y vive resignada a la miseria y la insignificancia. Del mestizo tampoco se puede esperar mucho porque en él se agudizan las aberraciones psíquicas de las razas genitoras. El mestizo es falso, servil, abandonado y repugna todo esfuerzo y trabajo." Los blancos de la capital creían que eran blancos, y se referían con mucha sorna a la gente de tierra caliente (incluso a la gente bien de tierra caliente). Hablaban de Europa: se querían vestir como ingleses y pronunciaban a la perfección las erres guturales de los franceses, pero se operaban en Huston. Y aunque su nivel cultural nunca fue sobresaliente, se preciaban de ser nativos de la Atenas sudamericana.
En 1938 Bogotá tenía 330 mil habitantes y en 1960 casi dos millones, un crecimiento explicable por la explosión demográfica y social que ocurrió en todas las ciudades latinoamericanas después de la Segunda Guerra Mundial. Pero la clase dirigente parecía creer que la ciudad era la misma que a finales del siglo XIX, con 40 mil habitantes, y su idea de la solidaridad social se limitaba a su círculo íntimo de familia y amigos: para ellos sacaban la vajilla fina y organizaban cenas y bailes, a veces en sus casonas, a veces en sus exclusivos clubes. El resto de la ciudad, entretanto, se movía imparable hacia adelante, en medio del creciente malestar por una sociedad que seguía aparentando una jerarquía pétrea pero que en realidad se desmoronaba.


En 1993 Antanas Mockus se bajó los pantalones frente a 500 estudiantes en el auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional (universidad de la cual era rector), y con ello silenció sus chiflidos y captó su atención. Dos años después fue elegido alcalde de Bogotá cuando ya la ciudadanía parecía lista para entender que la única forma de convivencia ciudadana suponía dejar las rígidas jerarquías que hasta entonces habían dominado y exigían una nueva forma de solidaridad social, de sentido de pertenencia común. A finales del siglo XX Bogotá se convirtió por fin en una ciudad del presente, en la que todos los habitantes, conscientes de las inmensas dificultades de funcionamiento de una ciudad, parecían dispuestos a hacer su parte en aras del bien común. Este bien común vino acompañado de su propio lenguaje: mimos, cebras, respeto, ciclovías, transmilenio... red de bibliotecas públicas, rumba en la Primero de Mayo, salsa bogotana. En la calles había sol y se oían risas, las estiradas muchachas bogotanas empezaron a vestirse como calentanas, la bulla urbana se extendió hasta la madrugada, la ciudad se volvió de todos.


Pero esta maravillosa primavera duró poco y Bogotá se convirtió de pronto en una ciudad del futuro, una ciudad helada, derruida, habitada por replicantes. Los casi ocho millones de bogotanos de hoy circulan por entre bretes flanqueados de tela verde, tras los cuales no hay más que barro. Esa tela verde nos robó las horas de ocio, que ahora pasamos yendo hacia el trabajo en buses atestados (o en busca de trabajo, en buses menos atestados). Y nos robó también, y eso es lo peor, los espacios públicos: los exteriores, por los que podíamos caminar o montar en bicicleta al lado de otros miles de bogotanos, y los interiores, que nos obligaban a parar antes de pisar la cebra o a botar los papeles en las canecas. 

Muchos de nosotros nos abstendremos de votar por el Polo en las próximas elecciones, pero el daño ya está hecho. Nuestro flamante partido de izquierda (al parecer, otra falsa primavera) una vez más nos obligó a ver lo obvio: el tejido de la civilización es precario, es efímero, y un país en guerra no se merece otra cosa que una capital en guerra.
 






2 comentarios:

  1. Sin duda "el daño ya está hecho", hay inclusive quienes afirman que ciudades como Bogotá no tienen salvación. Así lo manifestó Brigitte Baptiste al asumir la dirección del Instituto Von Humboldt, y lo dijo y es fácil creerle, no hay gobernantes capaces y no hay habitantes solidarios con esta ciudad. Usted se abstendrá de votar por el polo, pero entonces por quién? (ojo, jaja). Yo me llevo mi voto para Tabio donde las opciones no son menos riesgosas, pero también porque quiero votar por gobernador. No es clara esa burbuja en la que se ubica a Bogotá cuando su "salvación" depende también de su relación con el entorno inmediato.

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