lunes, 31 de mayo de 2010

Consenso y oligarquía electoral en Colombia

Ti Noel comprendió pronto que, aunque insistiera durante años, jamás tendría el menor acceso a las funciones y ritos del clan. Se le había dado a entender claramente que no le bastaba ser ganso para creerse que todos los gansos fueran iguales. Ningún ganso conocido había cantado ni bailado el día de sus bodas. Nadie, de los vivos, lo había visto nacer. Se presentaba, sin el menor expediente de limpieza de sangre, ante cuatro generaciones en palmas. En suma, era un  meteco.
El reino de este mundo
Alejo Carpentier



En mayo de 1863 los convencionistas de Rionegro, convocados el año anterior por decreto de Tomás Cipriano de Mosquera, aprobaron la constitución más federalista de cuantas se hayan redactado en el país; esta determinó que a partir de ese momento el país pasaría a ser los Estados Unidos de Colombia, y estableció, “en nombre y por autorización del pueblo”, la inviolabilidad de la vida humana; la libertad absoluta de imprenta y de circulación de impresos nacionales y extranjeros; la libertad de pensamiento, expresión y enseñanza; el sufragio universal, y la libertad de trabajo, industria y comercio; y la libertad de culto, siempre que no se atentara contra la soberanía nacional o se turbara la paz. En suma: una constitución para ángeles, remoquete que se le adjudica a Víctor Hugo pero que seguramente se originó en el Discurso de Angostura, pronunciado por Simón Bolívar ante el Congreso del mismo nombre el 15 de febrero de 1819. En él, Bolívar advirtió que “La libertad indefinida, la democracia absoluta, son los escollos a donde han ido a estrellarse todas las esperanzas republicanas”, conclusión inevitable de su argumento en contra de un sistema federal. “¡Ángeles, no hombres pueden únicamente existir libres, tranquilos y dichosos, ejerciendo todos la potestad soberana!”(1) El tema estaba a la orden del día: en 1835 Alexis de Tocqueville subrayó en La democracia en América que si bien él mismo no podía concebir una nación sin una fuerte centralización gubernamental, no podía dejar de notar que “la centralización administrativa tiende a disminuir constantemente el espíritu cívico en el pueblo... puede por tanto contribuir admirablemente a la grandeza pasajera de un hombre, pero no a la prosperidad duradera de un pueblo” (2).

La aversión de Bolívar a la democracia absoluta no debe sorprender a nadie: el Libertador no era un revolucionario social, y el movimiento de independencia que lideró tampoco lo era. Habría que recordar que la mayoría de los movimientos independentistas hispanoamericanos “comenzaron como la rebelión de una minoría contra una minoría aun más pequeña, de criollos (españoles nacidos en América) contra peninsulares (españoles nacidos en España). [...] El objetivo de los revolucionarios era el autogobierno para los criollos, no necesariamente para los indios, los negros o las personas de raza mixta” que constituían un ochenta por ciento de la población (3).

La encrucijada política en la que se encontraron los criollos a comienzos del siglo 19 era de una inmensa complejidad: el cariz mismo del conflicto, precedido por el fracaso de la insurrección de los comuneros en 1781 —plenamente caracterizada por el grito de ¡Viva el Rey! ¡Abajo el mal gobierno!— había convertido la monarquía en una opción impensable. Pero la transición hacia una democracia plena también era impensable para la clase dirigente:

Nuestros débiles conciudadanos tendrán que enrobustecer su espíritu mucho antes que logren digerir el saludable nutritivo de la libertad. Entumidos sus miembros por las cadenas, debilitada su vista en las sombras de las mazmorras, y aniquilados por las pestilencias serviles, ¿serán capaces de marchar con pasos firmes hacia el augusto Templo de la Libertad? ¿Serán capaces de admirar de cerca sus espléndidos rayos y respirar sin opresión el éter puro que allí reina? (4)


Alegando que la gente debía ser protegida de sí misma, y que los sistemas de gobierno debían adaptarse a “nuestras costumbres” (en contraposición con las costumbres de los estadounidenses), Bolívar defendió a capa y espada la adopción de una democracia no liberal, que en esencia dejaba establecida la inmensa desconfianza en el pueblo que ha prevalecido desde entonces en la democracia colombiana y que no hizo otra cosa que perpetuar el estado de infancia política en el cual habíamos sido mantenidos durante el dominio español. Los legisladores optaron por reemplazar una minoría por otra minoría —una que no contaba con el respaldo del Imperio— y prolongaron el sistema español de gobierno a través del dominio de quienes se percibían a sí mismos como miembros de una aristocracia (5) —una monarquía sin un monarca—, creyendo asegurar de esa manera la cohesión de una sociedad cuya innegable heterogeneidad era percibida como una amenaza, como la causa de su inestabilidad: “se disuelve con la menor alteración”.

Si la Conquista arrasó con el sentido de dignidad y pertenencia de los pobladores americanos originales, la Independencia no consideró la posibilidad de la restitución. Ni la abolición de la esclavitud ni las condiciones de vida de los indios fueron temas prioritarios: en 1816 se proclamó la liberación de los esclavos en Venezuela, pero con la condición de que se unieran a las fuerzas republicanas. “La reacción fue negativa. [...] El Libertador creía que ‘los esclavos habían perdido hasta el deseo de ser libres’” (6). La insistencia por parte de Bolívar en una legislación que tomara en cuenta nuestras costumbres no cobijó el sistema de posesión comunitaria de la tierra por parte de los indígenas, y su abolición por parte del nuevo gobierno condujo más temprano que tarde al despojo total.

El abandono de la posibilidad de construir una nación desde la suma de sus partes se refleja en la construcción a lo largo del siglo 19 de la narración del mestizaje americano, con la cual se emparejaba a las masas y se impedía la individuación indispensable para la puesta en práctica de los derechos fundamentales de libertad e igualdad, componente esencial de las ideas políticas de la Ilustración que habían animado los movimientos independentistas. El camino escogido se basaba inevitablemente en la identidad lingüística y cultural impuesta por el opresor. Prevaleció la idea romántica de pueblo americano—una masa indistinta que puede ser cualquier cosa—, a la que se sumó la adoración también romántica de la personalidad, a partir de la cual se podría configurar una nueva aristocracia formada por los patriotas criollos, que muy a la manera de los nobles franceses, se consideraban “miembros de una casta dominante y separada [de la nación]” (7), doblemente validados por su defensa de las ideas de libertad e igualdad.

Un nuevo paradigma no genera una nueva visión del mundo y una revolución política no cambia las mentalidades: la Revolución Francesa estuvo marcada por la violencia, producto de “dos intereses irreconciliables: la creación de un Estado poderoso y la creación de una comunidad de ciudadanos libres” (8). Tendría que pasar casi un siglo antes de que se consolidara la República. En el caso inglés, la guerra civil del 17 permitió el fortalecimiento del Parlamento a expensas del rey (9) y facilitó la transición hacia un liberalismo constitucional que desembocó en democracia. Pero lo opuesto no sucede: la democracia no genera necesariamente un liberalismo constitucional. La coincidencia histórica en su surgimiento ha hecho que se piense en la una y en el otro como si fuesen dos entidades indisolublemente ligadas. Pero no es así: proliferan las democracias no liberales, asociadas con la centralización de la autoridad.

En Colombia, esta centralización de la autoridad es la consecuencia natural de las decisiones políticas tomadas a lo largo del siglo 19. El sistema que acabó imponiéndose —y que sigue vigente hasta hoy— es una oligarquía electoral, el gobierno de los muchos por unos pocos que buscan su legitimidad en las urnas. Esos pocos —no avalados por la sangre o por la tradición—adoptaron una legislación y unas instituciones que han ido modificando a medida que se van haciendo evidentes las complejidades propias de un sistema político que defiende pero no practica la libertad o la igualdad o la separación de poderes. Una reforma tras otra, tras otra, nos han enseñado que la ley y las instituciones que crea se acomodan al capricho del gobierno de turno y que son ajenas a la soberanía popular. Caricaturesca o no, esta descripción subraya la causa de la inestabilidad propia de las democracias que no surgen de un consenso. La inestabilidad permanente (y la violencia que esta genera) ha sido encubierta con un simulacro, con un discurso que no describe la realidad sino que pretende reemplazarla.

En el caso del presidente Álvaro Uribe, gran parte de su éxito se debe sin duda a su capacidad de narrar coherentemente la situación colombiana en un momento en que el desmoronamiento de la izquierda dejó al descubierto un conflicto de tales magnitudes y con tantísimos actores que a la mayoría de los colombianos les resultaba imposible nombrarlo. Habiendo escogido bien a su enemigo —las FAR, como las llama él—, su gobierno procedió a combatirlo con suficiente éxito como para permitir que muchos —abrumados por el deterioro de la situación— volvieran a pensar en la posibilidad de una solución a corto plazo. Amparados por la claridad de quienes saben sin lugar a dudas que la lucha es entre un “ellos” y un “nosotros” claros y definidos, se adoptó de nuevo la vacía y desgastada retórica de la independencia —que la izquierda abonó generosamente— y se admitió tácitamente que el ejercicio de la democracia consiste en apoyar a uno de los bandos y arrasar al otro.

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Carlos Menem se posesionó como presidente de Argentina en 1989 y en 1994 promovió una reforma constitucional que le permitió ocupar de nuevo el cargo hasta 1999. Otro tanto hizo el peruano Alberto Fujimori, quien se convirtió en presidente de su país en 1990, en 1993 promovió una reforma constitucional que le permitió ser reelegido en 1995 y en 1996 promulgó la Ley de Interpretación Auténtica de la Constitución, en la que se facultaba a sí mismo para presentarse por tercera vez a la presidencia. Por su parte, Hugo Chávez fue elegido presidente de Venezuela en 1998, asumió el poder en 1999 y convocó un referendo constituyente en abril de ese año para redactar una nueva constitución que fue ratificada en un segundo referendo en diciembre de ese mismo año; en 2000 se convocó a elecciones, de acuerdo con lo establecido en la nueva Constitución, y Chávez fue elegido presidente para un nuevo periodo de seis años (2001- 2007); en 2006 fue reelegido una vez más; en febrero de 2009 se realizó otro referendo que permite la reelección inmediata de cualquier cargo de elección popular de manera continua o indefinida. Álvaro Uribe fue elegido presidente de Colombia en la primera vuelta en 2002, y reelegido —merced a una reforma constitucional promovida y aprobada en 2005— en 2006 con una votación mayor de la que obtuvo en 2002. Evo Morales, presidente de Bolivia desde enero de 2006, logró que el 9 de abril de 2009 el Congreso aprobara una nueva ley electoral que le permitirá ser reelegido en 2010. Con variaciones más o menos imaginativas, Daniel Ortega en Nicaragua y los Kirchner en Argentina también han ideado maneras de continuar en el poder más allá de lo permitido por sus constituciones.

La evidencia abrumadora indica que ninguno de estos países (o ninguno de estos líderes) elude las elecciones abiertas y multipartidistas, condición mínima para ser un país democrático. La evidencia abrumadora indica, también, que la democracia crece en América Latina a pesar de su reconocida fragilidad, de los lapsos y recaídas que cuestionan constantemente la vocación continental —cuestionamientos que, es el momento de decirlo, solían excluir a Colombia: sigue siendo un lugar común hablar de la estabilidad política y económica del país, un lugar común que, como todos los lugares comunes, tiene algo de cierto y mucho de falso.

Es cierto que a lo largo del siglo 20 en Colombia ha habido una insistencia loable en las elecciones, y es cierto que desde 1958 un gobierno ha sucedido a otro sin mayores tropiezos. Pero no es cierto que esas dos verdades juntas permitan cantar las loas de la democracia colombiana, cuya continuidad sirvió durante muchos años para desviar la atención del creciente horror de una guerra civil que no solo ha persistido sino que ha ido ganando fuerza desde comienzos de siglo.

La narración histórica nacional dice una cosa: habla de ciclos que aparentemente empiezan y acaban (La Guerra de los Mil Días, La Violencia, el Frente Nacional) y que alimentan una idea de progreso (una etapa seguida de otra superior). Otra cosa dice la que parecería ser una ristra interminable que puede empezar en cualquier parte: masacre de las bananeras (1927); asesinato de Jorge Eliécer Gaitán (1948); afianzamiento de la guerrilla liberal (1949 a 1953); desmovilización y posterior asesinato de Guadalupe Salcedo (1957); fundación del Eln (1962); surgimiento de las Farc (1966); surgimiento del M-19 (1970); afianzamiento del narcotráfico (década de 1970); afianzamiento de la Doctrina de Seguridad Nacional en el continente (década de 1970); asesinato de José Raquel Mercado (1976); surgimiento de la Triple A (1977); surgimiento del MAS (1981); toma del Palacio de Justicia e inicio del genocidio de la Unión Patriótica (1985).

La lista dista mucho de ser exhaustiva pero da cuenta de la coexistencia de diversas violencias que se superponen y que son producto y causa de una organización social que fomenta los comportamientos no democráticos y que es el resultado de la persistencia de la guerra civil en el país, asunto que los gobiernos popularmente elegidos suelen eludir, temiendo que al admitirlo y mencionarlo la legitimidad del Estado quede en entredicho. De allí la preferencia por el término “conflicto”, con una más vaga y benigna acepción de “problema, cuestión, materia de discusión”, de “apuro, situación desgraciada y de difícil salida”.

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La guerra civil, por supuesto, es mucho más que la escisión del Estado; es una ruptura de la sociedad, “una fragmentación de lo que parecía o pretendía ser una comunidad de intereses” (10). Esa comunidad de intereses apunta al único contrapeso posible de la violencia como fuerza integradora: el consenso, que sería la virtud que habría que resaltar en una democracia si se quisiera superar el mínimo común denominador.

El consenso debe ser el resultado de la aceptación consciente de las reglas del juego por parte de todos los miembros de la comunidad (la negación de la ley, por ende, es la negación a formar parte de la comunidad (11)), y su existencia implica que todos los miembros de la comunidad son individuos libres que están en condiciones de tomar una decisión y de someterse a ella. Implica también el derecho a cuestionar su decisión cuando lo consideren pertinente, si bien dentro de las reglas del juego: eso quiere decir que el apoyo de los ciudadanos no es un apoyo incondicional, tan confiable como el tipo de obediencia que se obtendría mediante el ejercicio de la violencia. El consenso es la esencia de un gobierno representativo en el cual el pueblo ejerce su soberanía sobre aquellos que lo gobiernan. Y es lo que diferencia una democracia liberal de una que no lo es:

La democracia liberal es un sistema político caracterizado no solo por un sistema electoral libre y justo sino también por el gobierno de la ley, por la separación de los poderes y por la protección de las libertades básicas de expresión, de reunión, de religión y de propiedad. De hecho este último paquete de libertades—que se podría agrupar bajo la denominación de liberalismo constitucional—es teóricamente diferente e históricamente distinto de la democracia (12).

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La distinción entre democracia y democracia liberal funciona muy bien en el aula, pero en la vida real hace agua. Todo parece indicar que América Latina se inclina a favor de los hombres fuertes y en contra de la democracia plena, y quizás los electores tienen razón: la apuesta en favor de un sistema político tan exigente en una sociedad desmoralizada desde sus inicios supondría un esfuerzo de construcción que a lo mejor no seamos capaces de llevar a cabo. En las condiciones de agotamiento moral en las que se encuentran tantas sociedades latinoamericanas, casi resulta irresistible la convicción de alguien que parezca saber lo que hay que hacer y que esté dispuesto a asumir personalmente la responsabilidad por nuestro futuro, responsabilidad que nosotros no podemos o no queremos asumir.

De no ser así, tendríamos que empezar a pensar en serio en la construcción de la democracia —una tarea lenta, frustrante, e invisible, que exige de todos y cada uno de los ciudadanos que lo sean todo el tiempo, que se comprometan sin excusas (las tenemos a granel al alcance de la mano) con el esfuerzo de lograr un consenso y respetarlo. Y a partir de ahí, empezar a construir una nación, tarea que seguimos teniendo pendiente.


Notas


(1) La constitución radical de Rionegro fue reemplazada por la más conservadora de 1886, que de manera diciente restableció el nombre de Dios como fuente de toda la autoridad y que rigió—con infinidad de enmiendas—hasta 1991.

(2) Alexis de Tocqueville, Democracy in America, Chicago: The University of Chicago Press, 2002 (I, I, 5).

(3) John Lynch, América Latina, entre colonia y nación. Barcelona: Editorial Crítica, 2001, pág. 118.

(4) Discurso de Angostura.

(5) En el Discurso de Angostura Bolívar propuso la creación de un Senado hereditario que funcionaría así: “Estos Senadores serán elegidos la primera vez por el Congreso. Los sucesores al Senado llaman la primera atención del gobierno, que debería educarlos en un Colegio especialmente destinado para instruir aquellos tutores, legisladores futuros de la patria. Aprenderían las artes, las ciencias y las letras que adornan el espíritu de un hombre público; desde su infancia ellos sabrían a qué carrera la providencia los destinaba, y desde muy tiernos elevarían su alma a la dignidad que los espera.

“De ningún modo sería una violación de la igualdad política la creación de un Senado hereditario; no es una nobleza la que pretendo establecer porque, como ha dicho un célebre republicano, sería destruir a la vez la igualdad y la libertad. Es un oficio para el cual se deben preparar los candidatos, y es un oficio que exige mucho saber, y los medios proporcionados para adquirir su instrucción. Todo no se debe dejar al acaso y a la ventura de las elecciones: el pueblo se engaña más fácilmente que la naturaleza perfeccionada por el arte.” [El subrayado es mío]

(6) Lynch, pág. 234.

(7) Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Imperialismo 2. Madrid: Alianza Editorial, 1981, pág. 258.

(8) Simon Schama, Citizens. Nueva York: Vintage Books, 1990, pág 15. “La ficción de la Revolución consistió en imaginar que se podía servir al uno y a la otra sin mutuo desmedro, y su historia es, en suma, la realización de esa imposibilidad.”

(9) Barrington Moore, Jr., Social Origins of Dictatorship and Democracy. Boston: Beacon Press, 1967, pág. 29.

(10) Jorge Giraldo Ramírez, “Elementos para un concepto contemporáneo de guerra civil”, en http://indh.pnud.org.co, mayo 20 de 2009.

(11) Hannah Arendt, On Violence. Nueva York: Harcourt, Brace and World, Inc., 1970, p.. 97

(12) Fareed Zakaria, “The Rise of Illiberal Democracy, Foreign Affairs, http://www.fareedzakaria.com/ARTICLES/other/democracy.html, November, 1997.

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