lunes, 21 de junio de 2010

Nuestra boca es nuestra mejor arma

El 27 de febrero, faltando un poco más de tres meses para las elecciones presidenciales, la Corte Constitucional colombiana declaró inexequible en su totalidad, por violaciones sustanciales a la Constitución, la convocación de un referendo para la segunda reelección de Álvaro Uribe (en octubre de 2005 se había reformado la Constitución para permitir su primera reelección). En términos prácticos, eso supuso que fue el presidente en ejercicio quien decidió en qué términos se daría la campaña para la presidencia en 2010; supuso también que el presidente se otorgó a sí mismo, como premio de consolación por su derrota, el derecho de intervenir activamente en la campaña durante los tres meses que dejó libres para que otros candidatos pugnaran por la posición que él ocupa.
Y sin embargo, a pesar del estrecho margen de maniobra, hubo una campaña en la que se plantearon propuestas divergentes, se colonizaron nuevos espacios para la política, y se oxigenó el discurso político, abiertamente monopolizado en los últimos ocho años por el presidente Uribe, quien, en su empeño por arrasar con las Farc, impuso una retórica de guerra que giraba en torno a la patria, a la derrota del enemigo y a la urgencia bélica, que no dejaba espacio alguno para la argumentación.
El discurso de la victoria de Juan Manuel Santos, de corte francamente militarista, y con el aperitivo de los bailes folclóricos y los disfraces regionales, no parece anunciar muchos cambios. Y no hay asomo de una reflexión en torno a sus propias acciones al frente del Ministerio de Defensa (la utilización del símbolo de la Cruz Roja durante el operativo de rescate de Ingrid Betancourt, o el asesinato de civiles indefensos para sumar los cadáveres a las cuentas alegres de la lucha contra el terrorismo, o el bombardeo del Ecuador). Habló, sí, del recurso a la diplomacia en el manejo de las relaciones con los vecinos, pero habrá que ver si esta diplomacia se limita (como sucede con el presidente Uribe) a dar o pedir explicaciones por las vías diplomáticas en relación con los insultos de matón en la tribuna a los que tanto Chávez como Uribe son tan propensos y que les dan tan buenos resultados en el corto plazo.

Pero esta campaña y estas elecciones demuestran que el país sí ha cambiado (en parte, por supuesto, gracias a las acciones de Uribe). En su columna del 19 de junio Esteban Carlos Mejía afirmó que "las diferencias entre Juan Manuel Santos y Antanas Mockus "son apenas adjetivas, secundarias, individualistas". El mismo Mockus pareció confirmarlo al recurrir, entre otras, a la grosera metáfora de los huevitos, o al expresar su acuerdo con las bases militares. No obstante, tres millones y medio de personas prefirieron votar por el abanderado de la ley y de la defensa de la vida, y quizás el mérito de esos votos sí le corresponda a Uribe. Porque su gran logro, creo yo, fue desactivar la mucha o poca legitimidad amasada por la guerrilla a lo largo de décadas de enfrentamientos con el Estado en nombre de los desprotegidos. No es tolerable hoy defender el ejercicio de la violencia como forma de combatir la profunda desigualdad que caracteriza esta sociedad.
A partir de ese punto deberá empezar a gobernar Juan Manuel Santos, cuyo parte de victoria contra el terrorismo lo obliga necesariamente a ocuparse de los serios problemas que enfrenta hoy el país: los ideólogos del Partido Verde hablan en primer término del problema de la tierra, pero también de la sostenibilidad fiscal y del sistema de salud, entre otros (http://elespectador.com/columna-209565-fragil-unidad-nacional-de-santos). El Polo subraya el hecho de que "nuestro sistema económico profundiza la inequidad y no genera trabajo productivo", del acceso a la educación, del fortalecimiento de la justicia.

Nueve millones de votos no son una patente de corso: son la expresión de la esperanza de que el partido de la U está en capacidad de cumplir la segunda parte de sus promesas. Para que eso sea posible, deberá necesariamente recurrir al "intercambio de argumentos libre de presiones" que propone Mockus. Cualquier otra cosa sería la admisión definitiva de la incapacidad de superar la guerra. Y en ese caso, todas las palabras sobran.

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